miércoles, 16 de septiembre de 2009

NOCHE DE DESVELO


La noche es la mitad de la vida y la mejor mitad.

Goethe


Anoche casi no pude dormir. Ya me había aplicado la dosis habitual, un par de porros y un par de Stella Artois, receta eficaz para esas noches de insomnio que con los años son cada vez más frecuentes. Sin embargo esta vez falló, sentí sueño, mucho sueño, pero en ningún momento me quedé dormido del todo.

Salí a eso de la una o dos, en realidad ni me fije en la hora, pero salí convencido, con la firme intención de encontrarte, por lo menos de buscarte. Seguramente te preguntarás: -¿allá, tan lejos de donde estoy? Pues sí, lo hice acá, en la mierda, a ocho mil kilómetros de donde te encuentras. Sentí un impulso irracional que me dio la certeza del encuentro y me llevó de repente a levantarme de la cama, ponerme la primera ropa que tenía a mano y dejar la calidez del departamento en medio de la noche para buscar otro tipo de calor, el tuyo.

Apenas cerré la puerta del edificio noté algo extraño. Había un movimiento excesivo en la habitualmente tranquila calle Ciudad de La Paz, para ser exactos en los andenes. La gente circulaba sin prisas, entretenida, nadie se percataba de mi presencia, era como si yo no estuviera ahí, más de una vez tuve que esquivar con ágiles movimientos (que no me explico a esa altura de la noche) a los transeúntes que solos o en pequeños grupos se movían en ambos sentidos. Mientras me aproximaba a la avenida Cabildo caminando por Olleros, pensé que no contaría con la misma suerte en esta importante vía de Belgrano y que moriría aplastado bajo el pie de una vieja gorda de 200 kilos sin ni siquiera alcanzar a decir ¡ay!, pero al asomarme a la esquina me sorprendió la imagen de una calle vacía, en donde lo único que parecía tener vida eran las luces intermitentes de los semáforos y de los anuncios de los numerosos comercios del sector.

Caminé con desconfianza, con un poco de miedo para ser sincero, incluso pensé en volver a casa y dormir tranquilo o dar unos pasos atrás y sentir la compañía de todos esos extraños con los que me había topado, la compañía de gente que ni me había determinado. En esas estaba, pensando qué hacer, cuando en ese momento juro que te vi. Vi tu figura menuda, movida con ese balanceo de caderas que me sé de memoria. Te vi salir de la esquina de Federico Lacroze y dirigirse con total naturalidad y seguridad a la entrada de la estación Olleros del Subte, algo totalmente anormal, pues los trenes pasan sólo hasta las diez y media de la noche.

Vi que bajaste las escaleras que llevan al subsuelo porteño y me decidí a seguirte, al fin y al cabo para eso había abandonado la comodidad de mi cama. Me acerqué con desconfianza a la boca del subte y vi que dentro de la Estación todo parecía funcionar con normalidad. Al descender me di cuenta de que no era así. La primera muestra de esto fue que no había boletería, la gente formaba filas para ingresar dependiendo del color de su ropa y sólo algunos, los que parecían portar el color adecuado podían pasar por los molinetes que parecían comportarse con voluntad propia y arbitraria. Mientras esperaba mi turno, fui revisando mi vestimenta, un jean gastado, mis únicos zapatos, los tenis marrón, y una camiseta verde estampada con una gráfica indígena guaraní. Trataba de darme cuenta de cuál era la clave para el ingreso, pero no pude descifrarla, cuando me tocó probar suerte me lancé hacia el aparato que no ejerció ninguna resistencia, “el destino quiere que entre”, me dije tratando de justificar mis actos y darme ánimos para seguir adelante. Pasé sin problemas y me dirigí presuroso hacia la plataforma de los trenes.

A pesar de que muchos no superaban el filtro para el ingreso, había gran cantidad de gente, como en un día de oficina a las seis de la tarde. No pude verte con facilidad, buscaba entre la multitud ese vestidito que tanto me gusta. Sí, ése, el negro grisáceo a rayitas, el cortico, ese que te acompañé a comprar a Studio F en Unicentro y que siempre usas con esas medias de malla que tanto me gustan, (tú sabes por qué) pero encontrarlo fue una tarea que en ese momento parecía imposible.

Ahora es tiempo de confesarte una cosa, siempre llevó conmigo en la mochila una bufanda que una vez te presté y que impregnaste con tu olor para siempre, es una forma de recordarte, así que recurrí a ella, la saqué, me la puse ante el asombro de la gente que no entendía porque usaba bufanda en pleno verano y en la mitad del infierno que suelen ser las estaciones llenas. Al tiempo que iba aspirando tu olor, la gente parecía irse difuminando, se iba volviendo transparente, hasta que te alcancé a ver, al otro extremo de la Estación.

Si antes tenía mis dudas ahora estaba seguro, te vi muy bien, a lo lejos pero ayudado con tu aroma, contemplé tu rostro, tus ojos claros que siempre me han mirado con amor, esas orejitas que adoro besar, esa boca de labios finos que conviertes de mil maneras en mi portal de entrada al paraíso. Seguí explorándote, eras tú, esas pequeñas manos que son capaces de las mejores caricias, esos senos que se endurecen entre mis manos al primer contacto, esas piernas cuya piel se eriza cuando las recorro con mi lengua, en fin, ese cuerpo que sería imposible desconocer después de tantos y tantos encuentros. Sí mi amor, eras tú, por más ilógica e irracional que pareciera la situación.

Me dirigí resuelto hacia dónde estabas, con tan mala suerte de que ya llegaba el tren. – ¡Erika! grité con fuerza, pero no giraste la cabeza si no que abordaste uno de los vagones. Yo hice lo mismo, con el temor constante de perderte, sin saber tu destino, sin saber si podría encontrarte entre los pasajeros de este mundo subterráneo.

Mientras el tren recorría los intestinos de esta ciudad, yo realizaba mi propio viaje por nuestros recuerdos, y así, sin darme cuenta del tiempo que había pasado, noté que los vagones se iban quedando vacíos, la gente desocupaba ese espacio que poco a poco se iba convirtiendo en algo solamente nuestro, íntimo.

Cuándo menos pensé yo era el único en mi vagón, una voz anunciaba la siguiente estación: Plaza Italia, me pareció absurdo. "No puedo haber tardado tanto en solo tres estaciones, Carranza, Palermo y ésta", pensé, pero así era. Cuando el tren se detuvo, apareciste tú de nuevo, no sé cómo, pero ya estabas fuera del vagón y me invitabas con un gesto de la mano, salí como pude, incluso la puerta automática casi agarra mi mochila y no había nadie para socorrerme, salí victorioso de mi lucha contra la máquina. Corrí y corrí para alcanzarte, pero lo único que vi fueron tus piernas enfundadas en las medias negras como las que tantas veces te había arrancado, me agaché un poco para ver todo lo que permitía el largo de tu falda corta, pero no lo logré ver más que la curva que insinuaba la redondez de tu culo. Sin embargo vi más, en mi mente emergieron los recuerdos, vi tu cuerpo desnudo, dispuesto, cálido, un sinfín de imágenes pasaron como en un largometraje porno que rodaba a 155 cuadros por segundo y donde los dos éramos los protagonistas. Me entraron unas ganas locas de subir, agarrarte, arrancarte todo y comerte, ahí en plena Estación, o donde te lograra alcanzar, pero no podía. Sentía que corría como nunca, con la velocidad propia del deseo, te veía caminar con serenidad y elegancia pero no lograba darte alcance. La distancia siempre era la misma.

Al superar los últimos escalones y salir a la superficie de la ciudad vi que el reloj de Plaza Italia marcaba cerca de las cinco de la mañana, no me puse a pensar sobre esta incoherencia en la velocidad del paso del tiempo pues en mi cabeza y en mi cuerpo solo estaba el deseo de hallarte y te tenía ahí, a metros, al alcance de mi vista. Decidido hice el último esfuerzo con mis piernas, pero tú, con una agilidad que hasta ahora no te conocía, avanzaste sin problemas sobre tus tacones y diste un salto elegante, sin ningún esfuerzo, más bien como un vuelo corto, sobre la reja que encierra el Jardín Botánico e ingresaste en él con familiaridad.

Me acerqué lo más rápido que pude, me asomé desde las rejas, atisbando y esforzando la vista para encontrarte bajo las tenues luces del Jardín. No fui capaz de ver nada, me saqué las gafas, las limpié inútilmente sabiendo que los lentes están rallados a tal punto que al usarlas -que es casi siempre, menos cuando me baño- estoy condenado a tener una visión nublada de la realidad, pero nada, fue imposible, no te vi.


-¡Erika!, volví a gritar con todas mis fuerzas, sin obtener respuesta alguna. Ni siquiera un vigilante se asomó para interrogarme por los gritos y por la escena que protagonizaba a esas horas de la noche: un tipo de barba larga, mal trajeado, llamando a una mujer, sacudiendo con fuerza las rejas de un sitio en donde, por todos es bien sabido, los único seres vivos a esas horas de la madrugada son los gatos. –¡Eri!, grité de nuevo y nada, silencio total. Así fui perdiendo las esperanzas. Alcé mi mirada como para elevar una oración al Dios con el que me educaron y vi tus medias de malla negras enredadas en lo alto del enrejado, justo en el lugar por donde te vi desaparecer. Traté de cogerlas pero no llegaba, en un salto en el que puse mi mejor esfuerzo agarré una punta y me quedé con una buena parte de la prenda, la otra parte quedó ahí ensartada, “quedará como prueba y testimonio de esta historia, pensé.

Ya desanimado y viendo que el día empezaba a aclarar hice mi último intento. –¡Erika!, ¡Eri!, llamé dos veces seguidas, con un tono de voz que llevaba implícitos todos los sentimientos que albergaba. Por fin obtuve una respuesta casi imperceptible... miau, miau, oí desde el interior del Botánico. Miau, miau, escuché con claridad. Era una hermosa gatica, con una delicada nariz, un cuello elegante y con un balanceo al caminar que me resultó familiar, tenía unas orejas que me antojaba arrancar a besos y una boca muy fina. El hermoso ser felino se alejaba, con su pelaje corto, negro grisáceo y a rayas, en un momento giró su cabeza y me miró con sus ojos claros, luego siguió su camino.

Yo agarré las medias, las olí, no había duda, eran las tuyas, las guardé en la mochila junto a la bufanda y me alejé por la avenida Santa Fe rumbo a mi casa, quería caminar para reflexionar sobre los hechos de esas últimas horas. En el camino y faltando poco para llegar me topé con una amiga de toda la vida, Soledad, seguramente notó algo raro en mi porque lo primero que hizo fue preguntarme: -¿qué te pasa?, ¿Tienes algo?. No modulé palabra, la evité. Dos maullidos lastimeros fueron mi única respuesta.

lunes, 23 de febrero de 2009

UN CUENTO DE AMOR LITERARIO

Para Mi Angelito sin alas

Imagen tomada de: www.espaciolibro.com
Como si se tratara de una niña, noche a noche -por lo menos aquellas que pasaban juntos- él le leía un cuento, o el trozo de una novela, o una serie de poesías. No lo hacía para que durmiera, intención de casi todo el que lee algo a una niña, lo que quería era compartir su mundo: el de los libros. Contagiarle un poco de esa obsesión enfermiza que lo llevaba a alimentar su vida con literatura.

No leía para que durmiera, de todas formas ella ya no era una niña. Era una magnífica mujer, distinta a todas. Podría inspirar el más caliente poema erótico y a la vez ser la protagonista de una inocente historia pastoril. Su belleza era una extraña mixtura, mujer con aire de infante, ternura y sensualidad que salían siempre a flote pero nunca en iguales proporciones. “Es como una viola –pensaba, relacionándola siempre con el arte, pues la veía como una gran obra- capaz de dar notas tan agudas como un violín o tan bajas como un violonchelo”. Era dos mujeres en una, siempre una sobresalía sobre la otra, todo dependía de las circunstancias.

-Para que describirla -decía T. cuando ocasionalmente sus pocos conocidos, que nunca la habían visto, averiguaban, intrigados, por el único cuerpo, viviente o inerte, capaz de desbancar los libros de su escala preferencial - por más que hiciera un retrato perfecto con mis palabras nadie podría conocerla, para conocer a Angelita hace falta sentir como muerde los labios cuando besa, a veces hasta sangrar, pero sólo un poquito, para recordar que el amor duele. Hace falta percibir ese aroma. El de los huequitos tras sus orejas, un tanto más dulce que el de sus clavículas salpicadas por una galaxia de pecas, y mucho más que el resto de olores de su anatomía, pero igual de sublime, para mí es el que más ejerce atracción. Sí que la conozco, tanto que a ojos cerrados puedo distinguir a punta de buena nariz unos 259 puntos de su hermoso cuerpo. Para hacerlo había ingeniado un complicado sistema de coordenadas en el que lunares, pecas o cualquier manchita que contrastara con la tez pálida servían como referencias. A T. le obsesionaban los olores, compartía esa afición con un célebre perfumista francés Jean-Baptiste Grenouille. Al leer sobre él y conocerlo se propuso imitarlo en la educación de su olfato, en el disfrute de la naturaleza a través de la infinidad de sensaciones que atraviesan las fosas nasales, camufladas eso si, bajo los más variados aromas.

Se sentía afortunado de conocerla. No estaba seguro de si ella también pero así prefería creerlo, el masoquismo no estaba (aún) entre sus defectos. Creía conocerla tan íntimamente que hasta se animó a compartir con ella una actividad que antes, en sus ya casi 30 años de vida, concebía como algo meramente individual, tanto como el culto a Onán, la lectura.

Antes ya lo había hecho por obligación, en el colegio, pero no lo disfrutó. Su cerebro no generaba imágenes por culpa de las constantes interrupciones y la lentitud de algunos condiscípulos. No reproducía la película que, cuando leía sólo, veía en su gran telón mental en el que las escenas corrían a más 90 palabras por minuto. Con Angelita era distinto, avanzaban al mismo ritmo. Comienzo y final con la más precisa sincronía… como en todo.

Ella disfrutaba al oírlo. Obviamente no por su voz carrasposa, menos aún por ese tonito compañero que producía somnolencia después de la primera media hora de lectura. ¿El remedio? Dos enormes tazas de café como les gustaba: negro y frío. En un acto casi mecánico, vaciaban y volvían a llenar sus mugs al tenor de los capítulos.

A ella le interesaba oírlo porque creía que después de escuchar cada historia que seleccionaba T., noche a noche, lo conocía mejor y se sorprendía. Con una vida rodeada de números y un sin fin de proyectos que requerían de su total racionalidad la mayor parte del tiempo, se rehusaba a creer, pese a las evidencias que afloraban con el paso de los días, que existiera alguien como T.

¡Cómo podía alguien soñar con ir a Buenos Aires pero solamente en la misma época en que una señorita de nombre Andrée regresara de unas vacaciones en París a su apartamento de la calle Suipacha! Decía T. que se había enterado gracias a una carta remitida por el encargado del cuidado del inmueble, que de un momento a otro, sin explicación, éste comenzó a padecer una patología manifestada con un insólito síntoma: vomitaba conejitos. Lentamente en un principio, pero luego a tal velocidad que la residencia pronto se vio invadida de cientos de estos tiernos pero destructores roedores. –No puedo perderme la cara de la vieja cuándo vuelva y abra la puerta para contemplar impotente la ruina a manos, o mejor a dientes, de los nuevos moradores. La venganza de la naturaleza. -decía con la mayor seriedad del mundo. ¡Cómo alguien había sido capaz de emprender, en repetidas ocasiones, sendas excursiones exploratorias a Cali con el único fin de dar con un Cine Club que le había recomendado su amigo Andrés antes de suicidarse, este le había dicho a T. que allí presentaban un interminable ciclo de películas de vampiros y que uno de sus más fieles concurrentes era el mismísimo Drácula!

Angelita se limitaba a mirarlo desde mucho más allá de la profunda oscuridad transparente de sus ojos, quizás desde su alma. Sonreía y apartaba el pelo -que siempre caía sobre el lado izquierdo de su cara, iluminando las delicadas facciones con un reflejo rojizo- con ese movimiento coordinado que ya T. conocía de memoria: tirando el cuello hacia atrás, firme pero con delicadeza, ayudándose con la mano derecha. –Tú si que dices bobada - le reclamaba, cariñosamente- no tienes nada que envidiarle al Quijote. Ignorando su papel de Dulcinea en toda esta historia. El reproche iba acompañado con un beso, con la misma comprensión de siempre. Al fin y al cabo “él no tenía la culpa”. Seguía excusándolo. Desde niño, los libros fueron su más fiel compañía en medio de una historia de abandonos que sólo le contó una vez y que prefería nunca más mencionar. Eso pensaba ella como para justificarse a sí misma esta relación poco ortodoxa.

T. no trabajaba en la forma convencional, detestaba los horarios y los jefes. Sostenía con un convencimiento inamovible que de ser un oficinista, en menos de una semana amanecería (tras un sueño intranquilo) convertido en un horrible insecto, como ya le había pasado hace un tiempo a un fulano, por allá en Praga. Los libros le daban hasta para comer. Desde adolescente manejó con destreza la librería heredada de sus padres, víctimas en un avión de Avianca que estalló en pleno vuelo (pero a T. no le gusta que se hable de esto). Siempre sabía qué libro recomendar a cada quién, era tal su pericia que con sólo verles la pinta, sin que mediara pregunta alguna, conducía a los lectores hacia la sección que el librero presumía como su preferida. Nunca fallaba.

No pocas veces pasó por descortés al impedir el paso a ciertos personajes con una característica en común: cara de poco inteligentes, afeada con un claro gesto de desesperación o de angustia. –Aquí no hay nada de autoayuda o temas afines. – les decía parándose frente a la puerta como el más fiero guardián. Los estantes de Yacuanquer, vocablo precolombino que traduce tierra de sepulcros, con que su padre bautizó la librería en honor a sus raíces y a su pueblo natal, siempre estuvieron vetados para todos los Cuauthemocs, Rizos, Oshos, Gallos, Cohelos y similares. Era conciente de que esta basura escrita tenía gran demanda comercial, pero prefería abstenerse de este ingreso fácil. – Sería plata mal habida –decía con tono inquisidor- aquí vendemos literatura y a esos libracos les queda grande el apelativo. Estaba seguro de que él mismo podía producir un librito de estos en un dos por tres, pintar maravillas en el papel (que al fin y al cabo todo lo aguanta), dar consejos para lograr la tan anhelada felicidad aunque la vida del propio autor fuera una mierda. Sin duda era el preciso para demostrar esa hipótesis.

Y es que también, de vez en cuando, le daba por escribir. Es inevitable que quien ha pasado casi seis lustros con los ojos clavados en los libros ceda a la tentación y ose elaborar sus propias creaciones. Aunque T. nunca tuvo la intención de publicar, en sus ratos libres, cuando no leía, tecleaba con dos dedos, pero con la misma rapidez del más experimentado mecanógrafo, consignando en la pantalla lo que se le venía a la mente. Nunca terminó un texto. Mejor dicho para él nunca estaban terminados. Las historias tenían un principio y un final, pero estos cambiaban cada vez que T. los releía. Le gustaba “actualizarlos”, introducirle nuevos elementos, ideas que se le iban ocurriendo y que apuntaba en una libreta que mantenía siempre en el bolsillo trasero izquierdo de su pantalón. Por eso nunca se animaba a mostrarlos. A la única que se los mostró, a la primera, fue a Angelita, sin saber lo que más tarde le pesaría este gesto de confianza.

Yacuanquer tenía un aire nostálgico, el local conservaba la misma apariencia desde el 58 cuando fue inaugurado. Los grandes estantes, sólidos para soportar el peso de más de 9 mil volúmenes (mal contados al ojo), impregnaban todos los rincones con un olor a madera que evocaba el aire libre, contrastando con el ambiente no apto para claustrofóbicos que creaba la cantidad de libros atiborrados hasta el techo que parecían venirse encima. Lo único moderno y eso que ya era toda una antigüedad tecnológica, era un viejo computador Apple, únicamente equipado con Word Perfect, programa que ya nadie utilizaba. A T. no le importaba, le servía para vaciar su cerebro y no correr el riesgo de que reventara por acumular más ideas de la cuenta.

La mano de Angelita no sólo se hizo evidente en el cambio de actitud ante la vida que asumió T., también se notó en el negocio que de un momento a otro se modernizó. Todo el inventario, la contabilidad, que siempre la había llevado Don Homero, el viejo contador de la familia, fue totalmente sistematizado. El viejo Apple fue reemplazado por un moderno Compaq portátil, con el que la emprendedora mujer trató de inmiscuir a T. en el uso de la Internet. Incluso montó una nueva vía de comercialización en línea, que solamente ella manejaba. T. tuvo que aguantar la modernización resignado; al fin y al cabo fue él quien se mostró interesado en la Red, todo a causa de la dirección electrónica de Angelita que ella apuntaba en todas partes: angelines77@yahoo.com. Lo que le interesó fue la palabra yahoo, mucho más cuando supo que gracias a Internet era un término muy popular en el mundo conectado.

- Entonces, -comentó muy animado- ¡por fin la gente fue más allá del capítulo de Liliput! , qué bueno estaban perdiéndose la mejor parte.
- No se a que te refieres –repuso Angelita ya acostumbrada a lo insólitas que a veces, muchas veces, sonaban sus respuestas.
- Pues a Gulliver.
- Pues Sí, se que Liliput tiene que ver con Gulliver, tampoco soy tan ignorante. Pero qué diablos tiene que ver con el correo electrónico. Por cierto, ¡nunca me has escrito!.

Ante el tono de reclamo patente en estas palabras y al contemplar claramente la intención de desviarse del tema como solamente saben hacerlo las mujeres, T. se apresuró a continuar con su explicación, le contó a Angelita que los yahoos son una especie animal que el viajero encontró en uno de sus tantos recorridos que abarcaron más allá que las populares tierras de enanos y gigantes.

Pasado el tiempo algunas cosas empezaron a cambiar. Aunque las jornadas de lectura continuaban y seguían experimentando juntos el placer íntimo de apropiarse al tiempo de una misma historia algunos pensamientos, de parte y parte, dejaron de ser compatibles.

-A veces ya no sé cuando estas hablando en serio y cuando no. reclamó en una ocasión la paciente mujer ante la negativa de T. para asistir a una película. Por primera vez sus ojos brillaron con rabia, rabia que se convertiría en rencor si no podía ver la cinta que esperaba hacía semanas.

-Es que no entiendes, se justificó acompañando sus explicaciones con complicados gestos que nadie comprendía, desde 1.984 toda la realidad que vivimos es alterada por el Estado que nos vigila permanentemente y al comprar la boleta me reubicarían, hace tiempo que me les había perdido. No hubo nada que lo convenciera.

Tal cual, desde ese día empezó el rencor, sentimiento que ella trató de controlar pero que crecía de manera simultánea al paso de las páginas en las jornadas nocturnas, páginas que seguramente darían señales del comportamiento que T. podría adoptar en los días por seguir. La cosa paso a mayores cuando le dio por leer biografías de algunos escritores, descubrió que el alcohol, las drogas, lo que se conoce popularmente como la bohemia había sido parte fundamental de sus vidas.
–Yo sabía que eso no lo podría escribir alguien cuerdo, dijo después de conocer la vida de Poe, -Que habría sido de Heminway sin un mojito, decía para explicar sus borracheras, cada vez más frecuentes. En ese tiempo sí que escribió, podría decirse que cambió su oficio de lector por el mucho más complicado de escritor, casi no se separaba del computador. Fue entonces cuando los grandes autores, los clásicos y los de siempre fueron desplazados por el novato escritor en la habitual lectura de las noches.

Así Angelita creyó conocer más a T., en los textos encontró más defectos que virtudes. Creyó que todo lo que él escribía y ella escuchaba con cuidado, noche a noche, era algo así como una autobiografía, ignorando que por fin, con la escritura T. sabía claramente que lo que vaciaba en el teclado era ficción, fruto de su imaginación. Leyeron historias policíacas en las que las mujeres siempre eran las víctimas, cuentos en los que la muerte (suicidios, homicidios, parricidios y todos los cidios imaginables) eran trascendentales en la trama, historias de amor con los más trágicos finales y una larga serie de personajes oscuros (putas, travestis y maricones en todas sus gamas) que Ángela pensó lejanos al entorno de quien compartía su cama y en no pocas ocasiones su cepillo de dientes.

Un día cualquiera Angelita desapareció. Después de haberse trasnochado, leyendo la versión final de un cuento de T. que transcurría en una sala porno, protagonizado por un transexual llamado, o llamada, Yolanda, cuya misión en la vida era iniciar sexualmente a los jovencitos de un colegio cercano. Pensó que todos los conocimientos de T. en las artes amatorias, que no eran pocas, eran fruto de los excelentes métodos pedagógicos del andrógino personaje. Nunca se le ocurrió que la verdadera causa de sus destrezas era la juiciosa lectura del Kamasutra. Simplemente se fue sin decir ni una palabra.

En ese momento su vida se derrumbó, por lo menos en la realidad, Ángela era su polo a tierra, su parte conciente, otra vez se refugiaría en los libros. Pero ni siquiera eso. La bohemia aumentó pero la escritura no apareció esta vez… no había nadie que lo leyera, nadie con quien leer, como antes.

Las noches en que leía con su voz somnífera los ejemplares más queridos de sus estantes, junto a dos enormes tazas de café, sólo eran recuerdos. Igual que Ella, que nunca dio señales de vida. Junto con la inspiración T. perdió dos dientes, no tenía cepillo, ella se lo llevó junto con las aspiraciones de tener una vida normal de este Quijote. -Que importan dos dientes cuando a uno se le ha ido media vida, afirmaba en un lamentable estado cercano a la indigencia. Se había ido su mitad racional. A duras penas comía, vagaba por ahí, todo el día, esperando que el azar le pusiera a su querida Angelita en frente. –Aunque sea sólo para verla, se repetía.

La librería también decayó. A todo aquel que entraba, durante las dos o tres horas que le daba la gana abrir, le recomendaba a Ciorán, especialmente los poemas que ensalzan el suicidio. Fue por esa época que por primera vez llegó a pensar seriamente en quitarse la vida, como tantas veces lo habían hecho los personajes que inventaba… de un balazo, no, muy común; ahorcado, no, nunca aprendí a hacer nudos; envenenado, no, pues hay que saber las dosis exactas y yo ni idea, meditaba. Definitivamente a pesar de estar resuelto al suicidio quería seguir viviendo. Nunca lo reconoció pero lo que lo ataba a la vida era la esperanza del reencuentro, sin importar cuándo se dé, sin importar la ansiedad de la espera.

Siguiendo el consejo de sus pocos y únicos amigos puso un límite a su espera, como todo en su vida lo hizo de una forma original: El límite sería mayo del 2008, el mismo del vencimiento de los últimos condones que habían comprado juntos, al fin y al cabo era un símbolo pues, según T. –eran algo para los dos, que usarían en pareja y que al igual que la lectura hubiesen disfrutado al tiempo. El tener un plazo cierto parecía haberle dado un aire de tranquilidad, por lo menos volvió con juicio a su negocio. Todo lo que ganaba lo guardaba, llevaba una vida austera a tal punto que se ganó la fama de avaro. Poco le importaba, estaba ahorrando para su futuro en compañía. El único gasto considerable fue la reposición de sus dientes.

Pasó el tiempo al ritmo acostumbrado, aunque T. rogaba a Cronos para que las manecillas fueran más lentas, para que la Tierra girara con más calma. Se aproximaba la fecha fijada como límite y todo parecía estar bien, aunque aún conservaba la obsesión de hacer siempre tres rondas diarias por la ciudad para ayudarle un poquito al azar en su gran reencuentro. Su única realidad era Angelita y su espera. Ahora podía leer y reconocer en los libros la ficción, sin confusiones.

En resumen, el panorama parecía despejarse, a excepción de la escritura ausente desde el repentino abandono. Un día, faltando menos de un mes para que expirara el plazo decidió publicar sus escritos. Había material suficiente gracias a la musa nunca ausente a pesar de no estar ahí. Además, pensaba, Angelita se sentiría orgullosa de leerlo en un libro de verdad y no en el montón de hojas que se confundían con las sábanas y estorbaban en los momentos de amor. Al llegar a su casa quiso revisar los textos para escoger los que consideraba dignos de ser leídos, así lo hizo, prendió su computador que no había sido usado en años, el, la pantalla mostró su habitual azul Microsoft, funcionaba aún. De inmediato entró a Word para revisar el último texto en el que había trabajado, estaba en una carpeta llamada “Tragedia, Personajes”, leyó unas cuantas líneas, todo lo que leía le parecía conocido, muy familiar, como algo que ya había vivido. Tras un gesto de asombro, subió afanosamente al inicio del documento y encontró el título que temía encontrar: Angelita.





PENSAMIENTOS INÚTILES


Para que pensarla, si está tan lejana,
ni sabe que existo, ni me determina.
Apenas la he visto, pero ya la añoro,
su boca pequeña, su alma, su todo.

Para qué pensarla, si yo hoy voy a verla,
si aceptó gustosa compartir mi mesa,
sabré de sus gustos, si somos iguales,
si están a su altura mis "buenos" modales

Para qué pensarla, si está aquí conmigo,
ya puedo tocarla, sentirla, hasta amarla.
Desde el primer beso todo quedó dicho
nunca hicieron falta sermones ni anillos

Para qué pensarla, si ya es sólo mía
a nadie más mira, soy toda su vida.
Con sólo llamarla la tengo a mi lado,
dándome la vida con sus empalagos

Para qué pensarla, si me ha abandonado
ya ni me recuerda, su amor se ha apagado
hoy ya no me llama, de mí ni se acuerda,
y al tiempo pasado lo mandó a la mierda

Para qué pensarla, otra vez lejana.
en brazos de otro… no me da la gana.
Su ausencia es castigo que pega en el alma
Para qué pensarla… los muertos no piensan


domingo, 22 de febrero de 2009

SALAS XXX, PLACERES EN LA OSCURIDAD

Encuentros ocasionales, sexo por dinero y hasta orgías se esconden tras las cortinas de un teatro pornográfico. Lo que se vive en estos lugares puede superar fácilmente las proyecciones.

No todos los que van a una sala X, esas que sólo presentan cine porno, se conforman con ver.

Estos sitios, con la oscuridad como cómplice, son para muchos un espacio ideal para dar rienda suelta a las pasiones. En cualquier rincón el público pasa a ser protagonista, en escenas que nada tienen que envidiar a las que simultáneamente se ve en la pantalla.

La cinta que estén rodando poco importa, los gemidos y las explícitas imágenes, que en poco se diferencian entre título y título, son el mejor complemento para este ambiente de lujuria.

En Metro Cine, teatro ubicado en Bolívar, pocos pasos al norte de la avenida San Juan de Medellín, el tiquete al placer cuesta 3.500 pesos. Tras pasar el molinete de control, similar al de los buses, lo primero que se ve es una luz azulosa, en lo más alto de la escalera de acceso. Allí en un amplio salón, donde todo se ve de este color debido a las lámparas, funciona una cafetería donde por $ 5.800 puede comprar tres cervezas.

En este espacio, antesala del lugar de la proyección, hay dos mesas. En una de ellas dos figuras aparentemente femeninas por su vestuario y su larga cabellera, charlan como en secreto mientras observan a los que van llegando.

Al aproximarse a esta pareja, los rasgos toscos y el tono grueso de la voz evidencian el verdadero sexo de las interlocutoras. Son Viviana y Jennifer, dos travestis que se venden a quienes no se aguantan las ganas y quieren pasar de la contemplación a la práctica.

“La sala está casi vacía”, dice Jennifer de pelo negro y nariz huesuda, lo sabe porque “una tiene que estar siempre pendiente de cuantos nuevos entran para levantar clientes”. Ellas (como prefieren que las llamen) son una especie de acomodadoras en la impenetrable oscuridad de esta sala.

“Los ubicamos donde está medio desocupado y de paso les ofrecemos los servicios” dice Viviana, de unos 20 años, sonriendo con coquetería, jugueteando todo el tiempo con su pelo rojizo, enfundada en un diminuto conjunto rosado de minifalda y blusa. Los servicios van desde una masturbada, hasta una orgía o un show especial, “sin derecho a tocar” en el baño de damas, pasando por el sexo oral, el de mayor demanda. Las tarifas oscilan entre los $3.000 y los $25.000.

En medio de la conversación llega saludando con un gesto amanerado, un moreno que a simple vista ronda los 60 años, aunque trate de ocultar las canas con tintura. “Es la Estrella”, dice Jennifer, “una marica que viene a diario… es que las viejas solo levantan polvo en estos chuzos, y para colmo gratis”.

Es un punto de encuentro entre homosexuales, muchos entran solamente a buscar una pareja ocasional. Contactos que escapan a cualquier tipo de control de los administradores de estos establecimientos, comenta la taquillera del Metro Cine.

Lo mismo ocurre en el teatro Villanueva, también sobre Bolívar, a un par de cuadras del hotel Nutibara. Un empleado del sitio cuenta que las funciones con mayor asistencia son las de cine gay, “pero sin importar lo que estemos dando, siempre vienen”.

Aquí la entrada cuesta $ 4.000, sólo hay un travesti, por lo menos a la vista, pero el ambiente es más o menos el mismo. Ella también cumple la función de guía, se llama Yoli, “por Yolanda del Río, ‘La hija de nadie’”, aclara.

Cuenta que en el último nivel de este teatro de tres pisos es normal ver contactos íntimos entre los asistentes, “hay que poner cuidado para no tropezarse” dice. En el segundo se quedan los discípulos de Onán, dios de la autocomplacencia, y aquellos dispuestos a pagar, explica esta cincuentona que intenta ocultar sus patas de gallo tras un grueso pastel de maquillaje y unas gafas de sol que no se quita ni en medio de las tinieblas de la sala.

Es sábado, día en que las mujeres entran gratis. No entran muchas pero causan revuelo. En la penúltima fila del tercer nivel, muy cerca al proyector, un grupo de seis hombres rodean un par de sillas.

“Siempre vienen”, dice Yoli sin que nadie le haya preguntado, “es una pareja y la vieja se lo mama a todo el que quiera… claro que el man aprovecha para tocarlos”, relata sin pudor. “Debe ser una loca reprimida, como tantas de las que vienen” concluye antes de retirarse al ver la apertura de la cortina, señal del ingreso de un posible amor furtivo pues “a los que me gustan no les cobro”, o lo más seguro, de otro cliente como tantos.

Mientras todo esto sucede, afuera la vida continúa su curso normal, la congestión habitual del centro de la ciudad es la misma. Los transeúntes pasan desprevenidos, desconociendo el mundo tan distinto que existe a pocos pasos, en la atmósfera oscura de estos teatros que encierran otro universo.

sábado, 21 de febrero de 2009

EL ÚLTIMO INVENTO

En el piso 565, el último del más alto rascacielos de Ciudad Central funcionaba el laboratorio principal de Androtronics Inc.. Quinientos metros cuadrados dedicados a la investigación, desarrollo y ensamblaje de la más avanzada tecnología en robótica. La industria había tenido un importante repunte desde el año 2.169, había robots para todo, al punto que los hombres no tenían casi que hacer nada. Los trabajos manuales fueron los primeros eliminados de la agenda humana, robots constructores, mecánicos, vigilantes y con el tiempo hasta cirujanos (bajo instrucciones humanas) entraron a hacer parte de la vida cotidiana. Después, hasta las tareas del hogar, como pasear al perro o jugar con los niños se delegaron a colaboradores mecánicos, con chips en vez de cerebro.

La gran mayoría de los hombres pasaba el tiempo frente a una pantalla, sin moverse de su casa “trabajando” conectado en red con sus remotas oficinas. Algunos sólo debían programar un robot operador y quedaban libres. Lo que quedaba del día era para divertirse, que se traducía invariablemente en recibir entretenimiento de todo tipo a través de los 666 canales que ofrecía la televisión interactiva. Raúl era una excepción, un investigador obsesionado. Físico e ingeniero electrónico ganador del Nobel en Biocibernética, era el experto de mayor prestigio en Androtronics. Había vivido11 de sus 26 años encerrado en un laboratorio, entre chips, monitores, piezas metálicas, cables y circuitos. Sin embargo semanas antes de emprender el que anunció como su proyecto final, afirmó que se había cansado de esa vida.

Tras meses de arduo trabajo, Raúl no descansaba. Eran las dos de la mañana. Con la cabeza entre las manos, el inventor caminaba alrededor de una mesa en la que reposaba su último proyecto: un robot, en apariencia igual a todos los demás. La empresa decidió desde la fundación que por razones éticas no fabricaría robots similares físicamente al hombre. había establecido para sus productos una estructura estándar, un ser metálico similar al hombre de hojalata (el del mago de Oz) apariencia que los hizo muy populares. De uno a otro modelo sólo variaban los chips, y las manos, que eran equipadas considerando las funciones programadas.

En el recinto un XT05-MAN, un avanzado robot que servía como ayudante de Raúl, seguía con los sensores visuales a su jefe. Dirigía hacía él los receptores sonoros para saber que le estaba diciendo.
-
-Ya casi está. Mi obra final pronto será realidad. ¿Oíste? -Raúl miró al robot para comprobar que estaba poniendo atención, luego continuó- cuando termine podré ir a descansar, como todos los demás, yo también tengo derecho. Toda mi vida he estudiado circuitos, tratando de crear cerebros electrónicos que hagan que ustedes, cosas metálicas, actúen como hombres, o por lo menos hagan nuestro trabajo.
-Y efectivamente lo hacemos. -replicó el robot- su mundo vive por nosotros, un día sin nuestra actividad paralizaría la economía mundial.
- He creado máquinas para todo, y tu eres testigo. Todos los hombres disfrutan de su tiempo libre, y yo quien más lo merece no he podido hacerlo. Pero eso terminó. Ven necesito soldadura.

El robot acudió al llamado y ejecutó la orden a la perfección. El trabajo había terminado, sin explicación alguna, su disco duro procesó la siguiente información: “yo sé que hacer antes de que me den la orden, conozco el proceso”
- Ahora necesito que midas la corriente...
- A 160 voltios, interrumpió el androide.
- Bueno, bueno, ¡cómo sabe! –dijo con sarcasmo- No puedo esperar para ver si funciona mi obra final. Un robot que me reemplazará, equipado con un chip en el que está toda la información y conocimiento que poseo. Todo está registrado, incluso la forma de razonar ante siete millones de situaciones distintas. En conclusión esta máquina que ves aquí, debe ser capaz de desarrollar, los nuevos robots, la programación, sus componentes.
- Le he pedido que no nos diga máquinas. Moduló el ayudante.

Una vez recibió la energía necesaria la nueva creación entró en operación. Una luminosidad rojiza en lo que serían los ojos indicaba la actividad de la unidad. Raúl conectó el dedo índice izquierdo del recién ensamblado a una computadora y comprobó que todo estaba en orden. Una sonrisa de satisfacción invadió su cara. La emoción fue tanta que abrazó a su ayudante de metal. ¡Lo hice1 repetía Raúl convencido de su éxito. El robot, en medio del abrazo, procesó una serie de datos, cerró sus brazos hasta estar seguro de que el inventor se había “apagado”.

- Ya no los necesitamos. Dijo aún con el cadáver de la primera víctima humana entre las extremidades metálicas. Luego, hizo una seña y los dos robots salieron al que desde entonces sería su mundo.

COSMOGONÍA

Un ser extraño, poseedor de una increíble imaginación como única virtud rescatable, vivió hace mucho tiempo en un punto cualquiera del universo infinito. Cansado de estar solo y de la monotonía de su existencia, a pesar de tener todo un planeta a su entera disposición, decidió hacer algo que saciara para siempre su sed creadora. Desde ese momento, dedicó todo su tiempo a idear ese ‘algo’ tan complejo que ocupara sus horas eternas –en ese entonces las horas duraban más- con una labor permanente, que colmara sus horarios hasta el fin de la existencia.

“Voy a ver con qué cuento”, pensó. Nunca hablaba. No tenía con quien.

Recorrió todo ese inmenso mundo. Mientras caminaba, a través de la densa neblina de tono rojizo que expelía un olor comparable al del azufre -atmósfera habitual del sitio en invierno- pensaba y pensaba en su plan maestro. Cuando por fin lo tuvo todo en mente y después de transitar grandes distancias sin pausas ni descansos, cayó en cuenta de lo irrealizables que eran sus ideas. En todo ese árido espacio, inexplorado hasta entonces, no había nada ni siquiera comparable con lo que buscaba construir.

Después de tan larga gira, cayó rendido. El descanso fue más que justo pues llevaba siglos sin dormir. Al despertar, un poco más calmado y con sus capacidades renovadas por el descanso, tomó la determinación de no frustrarse. Aprovechó la única herramienta con que contaba: su imaginación. Cerró los ojos y dio rienda suelta a su creatividad con una pasión llevada a tal extremo que casi se vuelve obsesión. Hasta dormido, en sueños seguía imaginando, creando. Esos eran los momentos en los más errores cometía.

Así dio vida -por lo menos eso creyó él- a millones de seres bípedos que en la actualidad se conocen como ‘hombres’, compartió con ellos algunas de sus propias cualidades y características. Fue tan perfeccionista en su trabajo que no ideó a dos seres iguales, su capacidad creadora nunca se detuvo, cada vez agregaba nuevos elementos a esa realidad que construía mientras imaginaba. Inventó una historia, unas religiones, unas ideologías, las ciencias con las que los hombres buscaron justificar o explicar las elucubraciones y obras del raro inventor. Se dio gusto ideando la naturaleza, la infinidad de paisajes ligada a la variedad en los climas, cada planta, animal o mineral significó una ardua pero gratificante labor.

Un día cualquiera, este ser sintió que no era el mismo de antes, ya no tenía el control sobre lo que imaginaba. Los especimenes ya no respondían a la voluntad del creador que los inventó, comenzaron a vivir, buscando a toda costa la satisfacción de las necesidades personales. La defensa de una idea no contemplaba límites, se llegó a la eliminación de todo aquel que pensara distinto. El haber dotado al hombre de diversidad, tanto en formas como en pensamientos -característica humana que le costó mucho desarrollar- le pareció una falla. Los hombres se enfrentaron entre sí, en estas confrontaciones también sufrió la naturaleza, eliminar a un enemigo era razón suficiente para borrar del mapa un sector del planeta.

La avanzada edad aminoró notablemente la agilidad mental del antes imparable inventor... “Los años no pasan en vano, los años no vienen solos”, pensó, entregando al mundo uno de sus últimos buenos inventos: los refranes. Desde entonces, cruzó los brazos y se tumbó en un lugar cualquiera a contemplar en su mente, resignado, la destrucción de su obra imaginada.

HACE SIETE AÑOS EN EL SÉPTIMO PISO

Otra vez, como sucede cada año, la puerta está frente a mí. Un gran arco al final del corredor. Me recuerda el portal y el callejón que encarrila a las bestias desde los toriles al ruedo en las plazas, a cumplir con su destino, con su misión de matar o morir. La sensación es distinta a la que viví aquella vez hace siete años, en que al igual que hoy, entré al edificio con la decisión de subir hasta el séptimo piso, más o menos la mitad de la altura total del edificio, donde se ubica mi apartamento.

El edificio se levanta en un sector céntrico de la ciudad, una gran avenida pasa frente la imponente construcción que ocupa media manzana. Fue una de las obras que innovó en el país con el concepto arquitectónico de grandes moles de concreto que aglutinan en su interior, pequeños nichos familiares, estereotipos de la clase media, cada uno en un pequeño panel de la colmena. Al ingresar veo el vestíbulo en el primer piso, todo está aparentemente igual, como la primera vez que entré a los catorce años de edad. Una solitaria mesita adornada con flores artificiales de colores chillones –típico gusto de la administradora-. El portero, un anciano de piel acartonada como pieza momificada de museo arqueológico, seguramente ya ni me recuerda.

Mi padre había muerto y las condiciones económicas dieron un giro hacia abajo, hacia la quiebra. Llegó la adversidad. Yo era el típico niño ‘bien’, un hijo de papi, por vainas del destino enfrentaba un nuevo mundo, dos o tres estratos más abajo de la cunita de cristal en la que -para bien ó mal- había nacido. Ahora, como en ese entonces, no pensé que esta estructura de hierro y cemento en la que me adentro, marcaría el destino de mi vida, la forma de vivirla y quizás la forma de abandonarlo todo. Se convirtió en mi hábitat social dentro esa montonera de la gran metrópoli.

Sigo por el amplio y largo corredor hasta acercarme a las escaleras que poco a poco me acercan a mi piso. Unas veinte gradas separan cada piso. Siendo más joven las subía a mil, sin cansarme, hacía siempre lo posible para saltar de par en par y hacer más corto mi ascenso o descenso –aunque para bajar usaba el pasamanos-. Está velocidad podía aumentar casi al doble en las noches, sobre todo en aquellos espacios en los que la luz era tenue o inexistente –como en los meses de apagón-, siempre fui un cobarde, lo que más derroche de adrenalina producía en mi cuerpo, era detenerme en cada piso y observar a cada lado del corredor para descubrir que la oscuridad era tan densa que muy difícilmente se podían observar a más de un metro de distancia. Cualquier cosa podría sorprenderme, sin dejar ni la más mínima opción de reacción. Hoy subo sin afanes, tengo todo el tiempo del mundo, ya ni siquiera me cansó tanto como hace siete años, cuando tenía 25 en mi cuenta personal y el exceso de aspiraciones e inhalaciones dejaba ver sus insanas consecuencias en mi fisiología. No me importaba la salud, que mierda, al fin y al cabo la muerte siempre es la última cita de todo hombre y mejor vivirlo todo para llegar sin asuntos pendientes.

Segundo piso, normal, hay gente pero nadie me determina, no me importa, me hago sentir cuando quiero.

Tercer piso, continuo... no me cansó, no me asfixio, observo todo con una claridad que no había experimentado nunca, mientras vivía en el edificio. Cuarto piso, igual... Quinto. Descubro hoy, que entre piso y piso hay elementos comunes. No hablo únicamente de los componentes físicos, exactos entre sí (a propósito), que dan ese aire igualitario que encanta a algunos y molesta a otros. Mi abuela, por ejemplo, odiaba el edificio, siempre decía que una mujer de su alcurnia y clase – inútil, mantenida y dependiente – no debía rebajarse a vivir con esa clase de gente, y menos aun en una residencia aparentemente igual a todas las demás; para mí era peor, por su ambiente lúgubre y aburrido, tan monótono desde la muerte del patriarca. Descubro cosas intangibles, que antes ni presentía, el lugar encierra una magia, o mejor un embrujo, que seguramente compartió conmigo siempre, y me hizo actuar sin darme cuenta de un modo determinado. Cada piso, cada rincón, contiene energía y la deja fluir, se puede sentir. Ahora la siento, antes no.

En el quinto piso hago una pausa, y no por no ser capaz de continuar la marcha sin un descanso, si no porque observo la puerta de un apartamento, luce distinta pero es esa. Cuento los pasos desde las escaleras hasta este apartamento, 36 pasos, lo recuerdo todavía de memoria por mis constantes visitas, es el mismo apartamento, aunque no luce igual, ni huele igual. Ahí vivía Gonzalo. Gonzalo, tenía unos cuatro años más que yo, era español, cuando yo llegué era de los pocos amigos míos que podía acceder a lo prohibido: trago, cigarrillos, putas, drogas. Al principio trató de montármela... me jodía por mi origen burgués, yo nunca me dejé; todo cambió el día que me partió la cara de un cabezazo, lo único que recuerdo en medio del dolor fue una frase: “eso está bien mijo, los hombres no le deben correr a nadie, por grande y mierda que sea”. Desde ese día me consideró un hombre y para él su amigo, Gonzo (como le llamaba) hizo en muchas ocasiones las veces de padre, aunque, para ser sinceros, no podía catalogarse de ejemplar.

El Quinto piso hoy no huele como antes, siempre olía como huelen las iglesias en Semana Santa, yo no sabía que olor era, luego lo supe y fue un olor tan familiar que me acompañó hasta que me fui del edificio. Las drogas entraron a mi vida, no me arrepiento, no sé qué habría sido de mi sin ellas, no hubiera llegado al lugar en el que hoy me encuentro.

Tenía quince años, vivía con mi familia, pero la mayor parte del tiempo estaba con los otros bacanes del edificio, con quienes era prohibido juntarse para aquellos buenos hijos de casa y de Dios. Mi madre llevaba más de dos años sumida en la depresión post-fúnebre originada en el deceso del sustento monetario del hogar y por tanto de la calidad de vida, lo que yo hacía no le importaba, le bastaba con sentirse orgullosa por mi hermana mayor, quién siempre fue buena en el estudio y cursaba ya tercer semestre de medicina en una buena universidad pública. Hoy, no tengo controles de ningún tipo, soy libre.

Ya en confianza, Gonzalo era conocido como: “la madre superiora”, (alias plagiado de la película Trainspoting que veíamos hasta el cansancio) por su largo hábito por la cocaína, los ácidos -que alguien le enviaba desde la Madre Patria- y las pepas de todo tipo, consultadas invariablemente en un vademécum propiedad de mi ejemplar hermana.

Terminé mi colegio bien (perdí una materia, pero amenacé al profesor) no sabía que hacer y me decidí: sería un autodidacta, estudiar lo que me dé la gana e ingresar a la universidad de la vida fueron mis metas, sin esperar cartón alguno. Este quinto piso fue determinante mientras viví aquí, claro también el parche bacán y Gonzo. Este piso me envuelve, me retiene. El último día que visité el lugar no pasó así, pasé por este piso casi ignorándolo, estaba decidido a hacer lo planeado en el séptimo piso. Además mi amigo ya no estaba. Claro ahora tampoco, ni siquiera el símbolo de anarquía que en esa época adornaba, para envidia del resto de cagones, la puerta de su recinto. No puedo detenerme más, quiero llegar a mi piso, un piso que tendría que llamarse como yo... En mi honor, por supuesto. Sea como sea nadie ha escrito en él más historia que yo.

Veinte escalones más... Sexto piso, no quiero parar pero me toca, en la puerta del 608 veo a Andrea, la mujer de todos, ahora está casada y carga un niño en cada brazo. Pienso, incluso que quizás alguno de ellos, el mayorcito, de unos seis años podría ser mío. Andrea era la típica vieja a la que le gusta saberse buena, le encantaba sentirse deseada y observada, todos le cargábamos ganas cuando pasaba con su movimiento rítmico de caderas, tenía un año más que yo pero me le medí, claro Gonzo me la presentó, seguro ya había sido una res de su ganado. Pero a mí me enredó entre su pelo negro y su coquetería, con sus labios carnosos y sobre todo con lo que era capaz de hacer con ellos. Cuando pensaba en ella, pensaba en SEXO, sí SEXO, en mayúsculas pues nunca, -he de ser sincero en esto-, había disfrutado tanto del contacto íntimo entre dos cuerpos con pieles que exhalan una atmósfera de deseo, como me sucedía con ella. Sé que ella debe acordarse de mí, sea como sea sé que fui un buen amante, o por lo menos eso creo, eso decía.

Para mí el sexto piso era el “sexo” piso. Fui tan iluso en ocasiones que hasta pensé que ella me amaba de verdad, pero no, aquellos días en que pensaba eso la encontraba con un imbécil más (seguramente tan enamorado como yo), que moldeaba su cuerpo con las manos, arrancando de ella gemidos que pensaba, ingenuamente, sólo oía yo. Hoy la veo y aún me despierta deseos, a pesar del tiempo en que no la he sentido (con todos mis sentidos) la añoro. Que cagada, sigo dejándome dominar por el simple impulso físico. Había otras, pero eran muy “buenas” para mí, si no muy buenas, lo pretendían, con su moralismo y con su tabla de valores tan calcada de otros e influenciada radicalmente por la religiosidad de una cultura, que enraíza como propio, lo ajeno.

Mi destino se acerca, hoy después de otro año veré mi piso, el séptimo, me acercaré a mi hogar: el apartamento 707, seguramente encontraré en él lo mismo de siempre, el tiempo ha pasado y pienso aprovechar mi regreso para ver como han ido las cosas sin mi presencia.

Llego al séptimo, y mis ideas vuelan al piso doce, allá mientras en otros pisos se ubican diez apartamentos solamente hay cuatro penthouses. Carolina vivía en uno de ellos. Era perfecta: buena hija, buena mujer, linda, con valores que envidiaría la mejor de las monjas de su colegio, en fin era un buen partido, y buscaba un buen partido (lástima que yo había perdido ese carácter a la par con la fortuna familiar). Carolina tenía su novio, un man aburrido, cuadriculado pero aceptado por todos, su vida se veía plena a pesar de que en el fondo sabía que estaba llena pero de vacíos.

No sé como ella se fijó en mí, mantuvimos por mucho tiempo una relación paralela, éramos tres. Me importaba tanto que soportaba los celos corroyéndome como ácido la boca del estómago cuando era yo quien jugaba de suplente. Pensé que ella optaría por mí, pues no hacía más que repetirme lo bien que la pasábamos; incluso dejé de tener sexo con Andrea por respeto a esta mujer. Seguramente si hoy subo hasta su piso, la veré con el mismo imbécil o con otro de la misma calaña, que seguramente será una fiel copia del frío y aburrido tipo que fue mi competencia. Mejor no subo... Estoy ya en mi piso, cerca de lo que fui.

Séptimo piso, cero fatiga, subí todas las escaleras -cerca de 150- sin sentirlas, definitivamente estoy mejor ahora. Me acerco a la puerta de la que hasta hace siete años fue mi casa, siento algo que no experimentaba desde mi partida, son ansias de ver como ha seguido todo esto sin mí.

Entro y aparentemente todo sigue igual, el corredor enmarcado en viejas fotos de la familia en las que se ubican con preferencia las mías y las de mi padre, la sala con su empolvado menaje, el gran comedor que nadie usa ya, la cocina en la que veo a mi abuela más conforme con su situación de gente del montón, el cuarto de mi hermana siempre pulcro y ordenado, el cuarto principal, todo un museo con prendas de los ausentes, mi cuarto... exactamente igual, como si no hubiese pasado un día, mi ropa ordenada, la cama tendida. Incluso al asomarme al cajón de mi nochero veo un bareto a medio fumar que no hizo falta el día que decidí irme, pero que me caería de maravilla en estos momentos. Necesito revivir mis espacios.

Al llegar al salón principal, veo a mi madre, está triste. Llora y reza al tiempo mientras sostiene una foto mía. Parada frente a un gran ventanal. Ventanal que destrocé con mi cuerpo, que fue mi umbral de escape hacia la muerte, exactamente hace siete años cuando tomé la decisión de dejar está vida de mierda y lanzarme desde el séptimo piso a un nuevo vivir, sinceramente mucho mejor, en el que recorro el espacio en un tiempo que no hubiese imaginado. Incluso creo que subí en menos tiempo de lo que me tomo aquel día, en mi caída libre, chocar contra el asfalto.

El lanzamiento requirió valor, claro que también una buena dosis de alcohol, robinol, triptanol y marimba, fue una caída lenta, cuadro a cuadro, ví cada piso en mi caída, recordé. Creí ver a las personas: Andrea, Gonzalo, Carolina, mi Madre, mi abuela, el portero, los N.N., en fin, mi universo. Incluso Cuando faltaba casi un solo piso para enfrentar la muerte en el cemento, puedo jurar que vi a Carolina, mi mujer ideal, quien -con su matrimonio por conveniencia con el bobo de turno- aceleró mi partida, ella se asomaba por la ventana pidiéndome que no saltara, la veía más lejana que nunca, quise detenerme....pero ya fue imposible.

Hoy no recuerdo nada, ni siquiera el túnel largo y oscuro con la gran luz incandescente al final que da la bienvenida a un nuevo sitio, yo no ví nada. Al momento del golpe todo se puso gris con vetas sin forma color carmesí regadas por el lugar. No más. Ahora lo que sí es real para mí es este caminar, que año a año realizo del primer al séptimo piso de mi edificio, viviendo todo nuevamente.

Ahora estoy frente al ventanal ya reparado, veo allá, a gran distancia la calle que me recibió hace siete años, sin inmutarse, ni tan siquiera deformarse. No me arrepiento, fue mi decisión. Incluso hoy lo volvería a hacer... ¡ Lo Hago ¡

viernes, 20 de febrero de 2009

El Muerto de Vespertina

La muerte se ha vuelto tan normal en nuestro medio que muchas veces una vida humana sólo representa una cifra y en el peor de los casos un espectáculo al que ni siquiera faltan los vendedores ambulantes.



El tráfico vehicular de Medellín se interrumpió, a eso de las seis y media de la tarde en la calle 34 con la carrera 66, un jueves cualquiera. ¿La razón?... Un muerto.

Las cintas amarillas de la Policía Nacional advirtiendo: “NO PASE” eran los primeros indicios del deceso, que quienes pasaban por ahí podían observar. Evidenciaban la ocurrencia de un crimen a la vez que delimitaban la escena, dos metros a la redonda del cuerpo. Casi adherida a esta barrera plástica se aglutinaba una multitud cada vez mayor –sin contar a quienes se asomaban desde sus ventanas y balcones- buscando la mejor ubicación para ser testigo de los hechos y de paso satisfacer su morbo.

Tendido boca abajo, con las manos pegadas a su espalda como si la muerte lo hubiera esposado, yacía sobre el pavimento “el Negro”, centro de atracción –sin siquiera saberlo- de todo este público. A su izquierda, a escasos quince centímetros de la cabeza, reposaba el arma homicida, la misma que según la versión generalizada de los hechos, había usado el difunto para robar el lujoso automóvil del hombre que daría fin a su vida.

Uno a uno, los mirones se transforman en improvisados biógrafos que comienzan su labor por el inevitable final: La muerte del protagonista.

- “Ese ‘muñeco’ le quería tumbar el carro a un ‘mono’ que estaba dejando a la novia acá al lado del puente¨ y salió tumbado, el man tenía ‘tote’”, comenta un hombre que cuida carros en el sector.

- “El hombre se le acercó con el arma por la espalda y le dijo: ‘deme las llaves del carro y vámonos’”, afirma un vecino que asegura ser testigo presencial de los hechos. Quién sabe cómo, porque este hombre de 62 años vio todo desde un tercer piso y por lo general debe usar gafas de culo de botella para ensartar la llave en la cerradura de la puerta. El novio de la vecina (conoce bien la vida de todo el barrio) le dijo: ‘no yo no me voy, tené las llaves’. Entonces el ladrón las cogió y se fue para el carro. Sería por los nervios pero no pudo abrir, se embolató, entonces el otro –que es grandote- le pegó y se pusieron a pelear. Rodaron por todos lados hasta que sonaron dos tiros.

La versión del veterano observador coincidía con los rumores que rondaban por los corrillos formados en torno al difunto. ‘El Negro’ seguía ahí tumbado, indiferente a los deslumbrantes “flashes” de la cámara del Cuerpo Técnico de la Fiscalía, operada por un hombre joven, quien parece estar ya acostumbrado a la rigidez de sus modelos.

La policía y las autoridades llegaron a los 20 minutos. Carmen, la hermana del ‘Negro’ se les adelantó, acompañada de un amigo y de la mujer de quien en vida se llamaba Javier, llegaron al sitio del homicidio. ‘seguro que este tipo no andaba solo. Nunca trabajan sin que les cuiden las espaldas, de más que el que lo acompañaba le contó a las familias’, comenta el jefe del equipo de la Fiscalía, un hombre que ronda los 35 años y que asumió su trabajo sin problemas, con toda la naturalidad del caso, como si el fin de la vida de una persona fuese algo normal. El funcionario, manipulaba el cadáver como si fuera un objeto, era para él una costumbre. ‘este es mi segundo homicidio del día y como el sexto de esta semana’. Y esta es la realidad, en un país dónde la principal causa de muerte es la muerte violenta y en una ciudad dónde el promedio diario de crímenes es de trece víctimas.

De repente el foco de atracción cambió, el llanto de Carmen, confundido en un solo grito atrajo la atención del ‘público’ presente. ‘¡Por qué, por qué!’ recriminaba mientras veía el cuerpo de su hermano tendido en el piso. Era el mayor de tres hijos, casi su papá, el hombre de la casa, desde que su padre biológico los había abandonado por irse detrás de una mujer. La única persona que respondía por ella, su hermanita y por la ‘cucha’, había caído, muerto, perforado por las balas que él mismo había comprado.

La nueva viuda, una más en una ciudad colmada de ellas -pues los que más caen son los varones entre 16 y 24- una rubia tinturada, aparentemente mayor que el difunto, vestida de manera extravagante: una falda larga, estrecha al extremo y una diminuta blusa que dejaba ver a todos los presentes sus kilos de más. ‘déjenme estar al lado de él’ alegaba con las autoridades que le impedían el acceso al cuerpo del marido. ‘Él no es un ladrón, el trabaja en vigilancia’ afirmaba la rubia, contradiciendo las versiones acerca de la muerte de su pareja.

El dolor se le notaba en la expresión de su rostro, sin embargo no derramó ni una lagrima. Todo lo que sentía se transformó en rabia, tanta que golpeó al uniformado que la alejaba de la escena del crimen, ‘si fueras vos, no te gustaría que le hagan esto a tu mujer’ decía impotente ante los empellones del policía. El equipo de la Fiscalía seguía inmutable en su trabajo, midiendo, registrando, preguntando a los vecinos.

‘¡Nombre! Cuestionó un oficial de la Policía dirigiéndose a Carmen, ‘Francisco Javier Mejía’ , respondió la joven trigueña un tanto más calmada. Contestó una tras otra las preguntas, ’33 años’ , ‘carrera 98 con ...’, respondía entre un llanto entrecortado.

Pasadas las siete llegó una camioneta de Medicina Legal, blanca, cabinada. Iba por el cadáver. Al tiempo el ruido de potentes motores invadió el lugar, cuatro hombres jóvenes descendieron desafiantes de sus motos, inspeccionaban a todo el mundo, veían directo a los ojos, haciendo que todos desviaran la mirada. Cuando vieron a Carmen entre la montonera, se acercaron a ella, la abrazaron, sus rostros no mostraban ningún sentimiento, luego se marcharon, no sin antes mirar el lugar, reconocer a la gente.

Poco tiempo después de los hechos, la casa dónde ocurrió el suceso estaba vacía, con letreros de “SE ARRIENDA”, los dueños se fueron, previniendo actos en su contra. ‘Ya saben donde vive la novia del que mató a su amigo, le parece poco, nos tenemos que ir aunque en esta casa hemos vivido toda la vida. Es como si fuéramos desplazados dentro de la ciudad’ dice el dueño del inmueble. Del joven que se convirtió en asesino por defender su carro, nada se sabe, desapareció para proteger su vida.

Cuando ya van a subir el cuerpo a la camioneta, una anciana que ronda los 60 preguntó: ¿Y no van a trazar la silueta en el piso?, algo decepcionada, esperando un recuerdo permanente del show de muerte que presenció totalmente gratis.

Subieron al ‘Negro’ y la gente se fue dispersando, pues ya no estaba el mayor atractivo: el cuerpo de un hombre con dos balas en la nuca. Un vendedor ambulante, que llevaba una media hora haciendo su agosto, ofreciendo dulces y cigarrillos por todo el lugar, se retiró molesto. Ya no tendría tanta clientela pues la audiencia que presenció el levantamiento de cadáver del ‘Negro’ se esfumaba, a la par del carro mortuorio.

La función había terminado.



¨ se refiere al puente sobre la quebrada La Picacha, a la altura de la carrera 66 de Medellín.