lunes, 23 de febrero de 2009

UN CUENTO DE AMOR LITERARIO

Para Mi Angelito sin alas

Imagen tomada de: www.espaciolibro.com
Como si se tratara de una niña, noche a noche -por lo menos aquellas que pasaban juntos- él le leía un cuento, o el trozo de una novela, o una serie de poesías. No lo hacía para que durmiera, intención de casi todo el que lee algo a una niña, lo que quería era compartir su mundo: el de los libros. Contagiarle un poco de esa obsesión enfermiza que lo llevaba a alimentar su vida con literatura.

No leía para que durmiera, de todas formas ella ya no era una niña. Era una magnífica mujer, distinta a todas. Podría inspirar el más caliente poema erótico y a la vez ser la protagonista de una inocente historia pastoril. Su belleza era una extraña mixtura, mujer con aire de infante, ternura y sensualidad que salían siempre a flote pero nunca en iguales proporciones. “Es como una viola –pensaba, relacionándola siempre con el arte, pues la veía como una gran obra- capaz de dar notas tan agudas como un violín o tan bajas como un violonchelo”. Era dos mujeres en una, siempre una sobresalía sobre la otra, todo dependía de las circunstancias.

-Para que describirla -decía T. cuando ocasionalmente sus pocos conocidos, que nunca la habían visto, averiguaban, intrigados, por el único cuerpo, viviente o inerte, capaz de desbancar los libros de su escala preferencial - por más que hiciera un retrato perfecto con mis palabras nadie podría conocerla, para conocer a Angelita hace falta sentir como muerde los labios cuando besa, a veces hasta sangrar, pero sólo un poquito, para recordar que el amor duele. Hace falta percibir ese aroma. El de los huequitos tras sus orejas, un tanto más dulce que el de sus clavículas salpicadas por una galaxia de pecas, y mucho más que el resto de olores de su anatomía, pero igual de sublime, para mí es el que más ejerce atracción. Sí que la conozco, tanto que a ojos cerrados puedo distinguir a punta de buena nariz unos 259 puntos de su hermoso cuerpo. Para hacerlo había ingeniado un complicado sistema de coordenadas en el que lunares, pecas o cualquier manchita que contrastara con la tez pálida servían como referencias. A T. le obsesionaban los olores, compartía esa afición con un célebre perfumista francés Jean-Baptiste Grenouille. Al leer sobre él y conocerlo se propuso imitarlo en la educación de su olfato, en el disfrute de la naturaleza a través de la infinidad de sensaciones que atraviesan las fosas nasales, camufladas eso si, bajo los más variados aromas.

Se sentía afortunado de conocerla. No estaba seguro de si ella también pero así prefería creerlo, el masoquismo no estaba (aún) entre sus defectos. Creía conocerla tan íntimamente que hasta se animó a compartir con ella una actividad que antes, en sus ya casi 30 años de vida, concebía como algo meramente individual, tanto como el culto a Onán, la lectura.

Antes ya lo había hecho por obligación, en el colegio, pero no lo disfrutó. Su cerebro no generaba imágenes por culpa de las constantes interrupciones y la lentitud de algunos condiscípulos. No reproducía la película que, cuando leía sólo, veía en su gran telón mental en el que las escenas corrían a más 90 palabras por minuto. Con Angelita era distinto, avanzaban al mismo ritmo. Comienzo y final con la más precisa sincronía… como en todo.

Ella disfrutaba al oírlo. Obviamente no por su voz carrasposa, menos aún por ese tonito compañero que producía somnolencia después de la primera media hora de lectura. ¿El remedio? Dos enormes tazas de café como les gustaba: negro y frío. En un acto casi mecánico, vaciaban y volvían a llenar sus mugs al tenor de los capítulos.

A ella le interesaba oírlo porque creía que después de escuchar cada historia que seleccionaba T., noche a noche, lo conocía mejor y se sorprendía. Con una vida rodeada de números y un sin fin de proyectos que requerían de su total racionalidad la mayor parte del tiempo, se rehusaba a creer, pese a las evidencias que afloraban con el paso de los días, que existiera alguien como T.

¡Cómo podía alguien soñar con ir a Buenos Aires pero solamente en la misma época en que una señorita de nombre Andrée regresara de unas vacaciones en París a su apartamento de la calle Suipacha! Decía T. que se había enterado gracias a una carta remitida por el encargado del cuidado del inmueble, que de un momento a otro, sin explicación, éste comenzó a padecer una patología manifestada con un insólito síntoma: vomitaba conejitos. Lentamente en un principio, pero luego a tal velocidad que la residencia pronto se vio invadida de cientos de estos tiernos pero destructores roedores. –No puedo perderme la cara de la vieja cuándo vuelva y abra la puerta para contemplar impotente la ruina a manos, o mejor a dientes, de los nuevos moradores. La venganza de la naturaleza. -decía con la mayor seriedad del mundo. ¡Cómo alguien había sido capaz de emprender, en repetidas ocasiones, sendas excursiones exploratorias a Cali con el único fin de dar con un Cine Club que le había recomendado su amigo Andrés antes de suicidarse, este le había dicho a T. que allí presentaban un interminable ciclo de películas de vampiros y que uno de sus más fieles concurrentes era el mismísimo Drácula!

Angelita se limitaba a mirarlo desde mucho más allá de la profunda oscuridad transparente de sus ojos, quizás desde su alma. Sonreía y apartaba el pelo -que siempre caía sobre el lado izquierdo de su cara, iluminando las delicadas facciones con un reflejo rojizo- con ese movimiento coordinado que ya T. conocía de memoria: tirando el cuello hacia atrás, firme pero con delicadeza, ayudándose con la mano derecha. –Tú si que dices bobada - le reclamaba, cariñosamente- no tienes nada que envidiarle al Quijote. Ignorando su papel de Dulcinea en toda esta historia. El reproche iba acompañado con un beso, con la misma comprensión de siempre. Al fin y al cabo “él no tenía la culpa”. Seguía excusándolo. Desde niño, los libros fueron su más fiel compañía en medio de una historia de abandonos que sólo le contó una vez y que prefería nunca más mencionar. Eso pensaba ella como para justificarse a sí misma esta relación poco ortodoxa.

T. no trabajaba en la forma convencional, detestaba los horarios y los jefes. Sostenía con un convencimiento inamovible que de ser un oficinista, en menos de una semana amanecería (tras un sueño intranquilo) convertido en un horrible insecto, como ya le había pasado hace un tiempo a un fulano, por allá en Praga. Los libros le daban hasta para comer. Desde adolescente manejó con destreza la librería heredada de sus padres, víctimas en un avión de Avianca que estalló en pleno vuelo (pero a T. no le gusta que se hable de esto). Siempre sabía qué libro recomendar a cada quién, era tal su pericia que con sólo verles la pinta, sin que mediara pregunta alguna, conducía a los lectores hacia la sección que el librero presumía como su preferida. Nunca fallaba.

No pocas veces pasó por descortés al impedir el paso a ciertos personajes con una característica en común: cara de poco inteligentes, afeada con un claro gesto de desesperación o de angustia. –Aquí no hay nada de autoayuda o temas afines. – les decía parándose frente a la puerta como el más fiero guardián. Los estantes de Yacuanquer, vocablo precolombino que traduce tierra de sepulcros, con que su padre bautizó la librería en honor a sus raíces y a su pueblo natal, siempre estuvieron vetados para todos los Cuauthemocs, Rizos, Oshos, Gallos, Cohelos y similares. Era conciente de que esta basura escrita tenía gran demanda comercial, pero prefería abstenerse de este ingreso fácil. – Sería plata mal habida –decía con tono inquisidor- aquí vendemos literatura y a esos libracos les queda grande el apelativo. Estaba seguro de que él mismo podía producir un librito de estos en un dos por tres, pintar maravillas en el papel (que al fin y al cabo todo lo aguanta), dar consejos para lograr la tan anhelada felicidad aunque la vida del propio autor fuera una mierda. Sin duda era el preciso para demostrar esa hipótesis.

Y es que también, de vez en cuando, le daba por escribir. Es inevitable que quien ha pasado casi seis lustros con los ojos clavados en los libros ceda a la tentación y ose elaborar sus propias creaciones. Aunque T. nunca tuvo la intención de publicar, en sus ratos libres, cuando no leía, tecleaba con dos dedos, pero con la misma rapidez del más experimentado mecanógrafo, consignando en la pantalla lo que se le venía a la mente. Nunca terminó un texto. Mejor dicho para él nunca estaban terminados. Las historias tenían un principio y un final, pero estos cambiaban cada vez que T. los releía. Le gustaba “actualizarlos”, introducirle nuevos elementos, ideas que se le iban ocurriendo y que apuntaba en una libreta que mantenía siempre en el bolsillo trasero izquierdo de su pantalón. Por eso nunca se animaba a mostrarlos. A la única que se los mostró, a la primera, fue a Angelita, sin saber lo que más tarde le pesaría este gesto de confianza.

Yacuanquer tenía un aire nostálgico, el local conservaba la misma apariencia desde el 58 cuando fue inaugurado. Los grandes estantes, sólidos para soportar el peso de más de 9 mil volúmenes (mal contados al ojo), impregnaban todos los rincones con un olor a madera que evocaba el aire libre, contrastando con el ambiente no apto para claustrofóbicos que creaba la cantidad de libros atiborrados hasta el techo que parecían venirse encima. Lo único moderno y eso que ya era toda una antigüedad tecnológica, era un viejo computador Apple, únicamente equipado con Word Perfect, programa que ya nadie utilizaba. A T. no le importaba, le servía para vaciar su cerebro y no correr el riesgo de que reventara por acumular más ideas de la cuenta.

La mano de Angelita no sólo se hizo evidente en el cambio de actitud ante la vida que asumió T., también se notó en el negocio que de un momento a otro se modernizó. Todo el inventario, la contabilidad, que siempre la había llevado Don Homero, el viejo contador de la familia, fue totalmente sistematizado. El viejo Apple fue reemplazado por un moderno Compaq portátil, con el que la emprendedora mujer trató de inmiscuir a T. en el uso de la Internet. Incluso montó una nueva vía de comercialización en línea, que solamente ella manejaba. T. tuvo que aguantar la modernización resignado; al fin y al cabo fue él quien se mostró interesado en la Red, todo a causa de la dirección electrónica de Angelita que ella apuntaba en todas partes: angelines77@yahoo.com. Lo que le interesó fue la palabra yahoo, mucho más cuando supo que gracias a Internet era un término muy popular en el mundo conectado.

- Entonces, -comentó muy animado- ¡por fin la gente fue más allá del capítulo de Liliput! , qué bueno estaban perdiéndose la mejor parte.
- No se a que te refieres –repuso Angelita ya acostumbrada a lo insólitas que a veces, muchas veces, sonaban sus respuestas.
- Pues a Gulliver.
- Pues Sí, se que Liliput tiene que ver con Gulliver, tampoco soy tan ignorante. Pero qué diablos tiene que ver con el correo electrónico. Por cierto, ¡nunca me has escrito!.

Ante el tono de reclamo patente en estas palabras y al contemplar claramente la intención de desviarse del tema como solamente saben hacerlo las mujeres, T. se apresuró a continuar con su explicación, le contó a Angelita que los yahoos son una especie animal que el viajero encontró en uno de sus tantos recorridos que abarcaron más allá que las populares tierras de enanos y gigantes.

Pasado el tiempo algunas cosas empezaron a cambiar. Aunque las jornadas de lectura continuaban y seguían experimentando juntos el placer íntimo de apropiarse al tiempo de una misma historia algunos pensamientos, de parte y parte, dejaron de ser compatibles.

-A veces ya no sé cuando estas hablando en serio y cuando no. reclamó en una ocasión la paciente mujer ante la negativa de T. para asistir a una película. Por primera vez sus ojos brillaron con rabia, rabia que se convertiría en rencor si no podía ver la cinta que esperaba hacía semanas.

-Es que no entiendes, se justificó acompañando sus explicaciones con complicados gestos que nadie comprendía, desde 1.984 toda la realidad que vivimos es alterada por el Estado que nos vigila permanentemente y al comprar la boleta me reubicarían, hace tiempo que me les había perdido. No hubo nada que lo convenciera.

Tal cual, desde ese día empezó el rencor, sentimiento que ella trató de controlar pero que crecía de manera simultánea al paso de las páginas en las jornadas nocturnas, páginas que seguramente darían señales del comportamiento que T. podría adoptar en los días por seguir. La cosa paso a mayores cuando le dio por leer biografías de algunos escritores, descubrió que el alcohol, las drogas, lo que se conoce popularmente como la bohemia había sido parte fundamental de sus vidas.
–Yo sabía que eso no lo podría escribir alguien cuerdo, dijo después de conocer la vida de Poe, -Que habría sido de Heminway sin un mojito, decía para explicar sus borracheras, cada vez más frecuentes. En ese tiempo sí que escribió, podría decirse que cambió su oficio de lector por el mucho más complicado de escritor, casi no se separaba del computador. Fue entonces cuando los grandes autores, los clásicos y los de siempre fueron desplazados por el novato escritor en la habitual lectura de las noches.

Así Angelita creyó conocer más a T., en los textos encontró más defectos que virtudes. Creyó que todo lo que él escribía y ella escuchaba con cuidado, noche a noche, era algo así como una autobiografía, ignorando que por fin, con la escritura T. sabía claramente que lo que vaciaba en el teclado era ficción, fruto de su imaginación. Leyeron historias policíacas en las que las mujeres siempre eran las víctimas, cuentos en los que la muerte (suicidios, homicidios, parricidios y todos los cidios imaginables) eran trascendentales en la trama, historias de amor con los más trágicos finales y una larga serie de personajes oscuros (putas, travestis y maricones en todas sus gamas) que Ángela pensó lejanos al entorno de quien compartía su cama y en no pocas ocasiones su cepillo de dientes.

Un día cualquiera Angelita desapareció. Después de haberse trasnochado, leyendo la versión final de un cuento de T. que transcurría en una sala porno, protagonizado por un transexual llamado, o llamada, Yolanda, cuya misión en la vida era iniciar sexualmente a los jovencitos de un colegio cercano. Pensó que todos los conocimientos de T. en las artes amatorias, que no eran pocas, eran fruto de los excelentes métodos pedagógicos del andrógino personaje. Nunca se le ocurrió que la verdadera causa de sus destrezas era la juiciosa lectura del Kamasutra. Simplemente se fue sin decir ni una palabra.

En ese momento su vida se derrumbó, por lo menos en la realidad, Ángela era su polo a tierra, su parte conciente, otra vez se refugiaría en los libros. Pero ni siquiera eso. La bohemia aumentó pero la escritura no apareció esta vez… no había nadie que lo leyera, nadie con quien leer, como antes.

Las noches en que leía con su voz somnífera los ejemplares más queridos de sus estantes, junto a dos enormes tazas de café, sólo eran recuerdos. Igual que Ella, que nunca dio señales de vida. Junto con la inspiración T. perdió dos dientes, no tenía cepillo, ella se lo llevó junto con las aspiraciones de tener una vida normal de este Quijote. -Que importan dos dientes cuando a uno se le ha ido media vida, afirmaba en un lamentable estado cercano a la indigencia. Se había ido su mitad racional. A duras penas comía, vagaba por ahí, todo el día, esperando que el azar le pusiera a su querida Angelita en frente. –Aunque sea sólo para verla, se repetía.

La librería también decayó. A todo aquel que entraba, durante las dos o tres horas que le daba la gana abrir, le recomendaba a Ciorán, especialmente los poemas que ensalzan el suicidio. Fue por esa época que por primera vez llegó a pensar seriamente en quitarse la vida, como tantas veces lo habían hecho los personajes que inventaba… de un balazo, no, muy común; ahorcado, no, nunca aprendí a hacer nudos; envenenado, no, pues hay que saber las dosis exactas y yo ni idea, meditaba. Definitivamente a pesar de estar resuelto al suicidio quería seguir viviendo. Nunca lo reconoció pero lo que lo ataba a la vida era la esperanza del reencuentro, sin importar cuándo se dé, sin importar la ansiedad de la espera.

Siguiendo el consejo de sus pocos y únicos amigos puso un límite a su espera, como todo en su vida lo hizo de una forma original: El límite sería mayo del 2008, el mismo del vencimiento de los últimos condones que habían comprado juntos, al fin y al cabo era un símbolo pues, según T. –eran algo para los dos, que usarían en pareja y que al igual que la lectura hubiesen disfrutado al tiempo. El tener un plazo cierto parecía haberle dado un aire de tranquilidad, por lo menos volvió con juicio a su negocio. Todo lo que ganaba lo guardaba, llevaba una vida austera a tal punto que se ganó la fama de avaro. Poco le importaba, estaba ahorrando para su futuro en compañía. El único gasto considerable fue la reposición de sus dientes.

Pasó el tiempo al ritmo acostumbrado, aunque T. rogaba a Cronos para que las manecillas fueran más lentas, para que la Tierra girara con más calma. Se aproximaba la fecha fijada como límite y todo parecía estar bien, aunque aún conservaba la obsesión de hacer siempre tres rondas diarias por la ciudad para ayudarle un poquito al azar en su gran reencuentro. Su única realidad era Angelita y su espera. Ahora podía leer y reconocer en los libros la ficción, sin confusiones.

En resumen, el panorama parecía despejarse, a excepción de la escritura ausente desde el repentino abandono. Un día, faltando menos de un mes para que expirara el plazo decidió publicar sus escritos. Había material suficiente gracias a la musa nunca ausente a pesar de no estar ahí. Además, pensaba, Angelita se sentiría orgullosa de leerlo en un libro de verdad y no en el montón de hojas que se confundían con las sábanas y estorbaban en los momentos de amor. Al llegar a su casa quiso revisar los textos para escoger los que consideraba dignos de ser leídos, así lo hizo, prendió su computador que no había sido usado en años, el, la pantalla mostró su habitual azul Microsoft, funcionaba aún. De inmediato entró a Word para revisar el último texto en el que había trabajado, estaba en una carpeta llamada “Tragedia, Personajes”, leyó unas cuantas líneas, todo lo que leía le parecía conocido, muy familiar, como algo que ya había vivido. Tras un gesto de asombro, subió afanosamente al inicio del documento y encontró el título que temía encontrar: Angelita.





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