sábado, 21 de febrero de 2009

COSMOGONÍA

Un ser extraño, poseedor de una increíble imaginación como única virtud rescatable, vivió hace mucho tiempo en un punto cualquiera del universo infinito. Cansado de estar solo y de la monotonía de su existencia, a pesar de tener todo un planeta a su entera disposición, decidió hacer algo que saciara para siempre su sed creadora. Desde ese momento, dedicó todo su tiempo a idear ese ‘algo’ tan complejo que ocupara sus horas eternas –en ese entonces las horas duraban más- con una labor permanente, que colmara sus horarios hasta el fin de la existencia.

“Voy a ver con qué cuento”, pensó. Nunca hablaba. No tenía con quien.

Recorrió todo ese inmenso mundo. Mientras caminaba, a través de la densa neblina de tono rojizo que expelía un olor comparable al del azufre -atmósfera habitual del sitio en invierno- pensaba y pensaba en su plan maestro. Cuando por fin lo tuvo todo en mente y después de transitar grandes distancias sin pausas ni descansos, cayó en cuenta de lo irrealizables que eran sus ideas. En todo ese árido espacio, inexplorado hasta entonces, no había nada ni siquiera comparable con lo que buscaba construir.

Después de tan larga gira, cayó rendido. El descanso fue más que justo pues llevaba siglos sin dormir. Al despertar, un poco más calmado y con sus capacidades renovadas por el descanso, tomó la determinación de no frustrarse. Aprovechó la única herramienta con que contaba: su imaginación. Cerró los ojos y dio rienda suelta a su creatividad con una pasión llevada a tal extremo que casi se vuelve obsesión. Hasta dormido, en sueños seguía imaginando, creando. Esos eran los momentos en los más errores cometía.

Así dio vida -por lo menos eso creyó él- a millones de seres bípedos que en la actualidad se conocen como ‘hombres’, compartió con ellos algunas de sus propias cualidades y características. Fue tan perfeccionista en su trabajo que no ideó a dos seres iguales, su capacidad creadora nunca se detuvo, cada vez agregaba nuevos elementos a esa realidad que construía mientras imaginaba. Inventó una historia, unas religiones, unas ideologías, las ciencias con las que los hombres buscaron justificar o explicar las elucubraciones y obras del raro inventor. Se dio gusto ideando la naturaleza, la infinidad de paisajes ligada a la variedad en los climas, cada planta, animal o mineral significó una ardua pero gratificante labor.

Un día cualquiera, este ser sintió que no era el mismo de antes, ya no tenía el control sobre lo que imaginaba. Los especimenes ya no respondían a la voluntad del creador que los inventó, comenzaron a vivir, buscando a toda costa la satisfacción de las necesidades personales. La defensa de una idea no contemplaba límites, se llegó a la eliminación de todo aquel que pensara distinto. El haber dotado al hombre de diversidad, tanto en formas como en pensamientos -característica humana que le costó mucho desarrollar- le pareció una falla. Los hombres se enfrentaron entre sí, en estas confrontaciones también sufrió la naturaleza, eliminar a un enemigo era razón suficiente para borrar del mapa un sector del planeta.

La avanzada edad aminoró notablemente la agilidad mental del antes imparable inventor... “Los años no pasan en vano, los años no vienen solos”, pensó, entregando al mundo uno de sus últimos buenos inventos: los refranes. Desde entonces, cruzó los brazos y se tumbó en un lugar cualquiera a contemplar en su mente, resignado, la destrucción de su obra imaginada.

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