miércoles, 16 de septiembre de 2009

NOCHE DE DESVELO


La noche es la mitad de la vida y la mejor mitad.

Goethe


Anoche casi no pude dormir. Ya me había aplicado la dosis habitual, un par de porros y un par de Stella Artois, receta eficaz para esas noches de insomnio que con los años son cada vez más frecuentes. Sin embargo esta vez falló, sentí sueño, mucho sueño, pero en ningún momento me quedé dormido del todo.

Salí a eso de la una o dos, en realidad ni me fije en la hora, pero salí convencido, con la firme intención de encontrarte, por lo menos de buscarte. Seguramente te preguntarás: -¿allá, tan lejos de donde estoy? Pues sí, lo hice acá, en la mierda, a ocho mil kilómetros de donde te encuentras. Sentí un impulso irracional que me dio la certeza del encuentro y me llevó de repente a levantarme de la cama, ponerme la primera ropa que tenía a mano y dejar la calidez del departamento en medio de la noche para buscar otro tipo de calor, el tuyo.

Apenas cerré la puerta del edificio noté algo extraño. Había un movimiento excesivo en la habitualmente tranquila calle Ciudad de La Paz, para ser exactos en los andenes. La gente circulaba sin prisas, entretenida, nadie se percataba de mi presencia, era como si yo no estuviera ahí, más de una vez tuve que esquivar con ágiles movimientos (que no me explico a esa altura de la noche) a los transeúntes que solos o en pequeños grupos se movían en ambos sentidos. Mientras me aproximaba a la avenida Cabildo caminando por Olleros, pensé que no contaría con la misma suerte en esta importante vía de Belgrano y que moriría aplastado bajo el pie de una vieja gorda de 200 kilos sin ni siquiera alcanzar a decir ¡ay!, pero al asomarme a la esquina me sorprendió la imagen de una calle vacía, en donde lo único que parecía tener vida eran las luces intermitentes de los semáforos y de los anuncios de los numerosos comercios del sector.

Caminé con desconfianza, con un poco de miedo para ser sincero, incluso pensé en volver a casa y dormir tranquilo o dar unos pasos atrás y sentir la compañía de todos esos extraños con los que me había topado, la compañía de gente que ni me había determinado. En esas estaba, pensando qué hacer, cuando en ese momento juro que te vi. Vi tu figura menuda, movida con ese balanceo de caderas que me sé de memoria. Te vi salir de la esquina de Federico Lacroze y dirigirse con total naturalidad y seguridad a la entrada de la estación Olleros del Subte, algo totalmente anormal, pues los trenes pasan sólo hasta las diez y media de la noche.

Vi que bajaste las escaleras que llevan al subsuelo porteño y me decidí a seguirte, al fin y al cabo para eso había abandonado la comodidad de mi cama. Me acerqué con desconfianza a la boca del subte y vi que dentro de la Estación todo parecía funcionar con normalidad. Al descender me di cuenta de que no era así. La primera muestra de esto fue que no había boletería, la gente formaba filas para ingresar dependiendo del color de su ropa y sólo algunos, los que parecían portar el color adecuado podían pasar por los molinetes que parecían comportarse con voluntad propia y arbitraria. Mientras esperaba mi turno, fui revisando mi vestimenta, un jean gastado, mis únicos zapatos, los tenis marrón, y una camiseta verde estampada con una gráfica indígena guaraní. Trataba de darme cuenta de cuál era la clave para el ingreso, pero no pude descifrarla, cuando me tocó probar suerte me lancé hacia el aparato que no ejerció ninguna resistencia, “el destino quiere que entre”, me dije tratando de justificar mis actos y darme ánimos para seguir adelante. Pasé sin problemas y me dirigí presuroso hacia la plataforma de los trenes.

A pesar de que muchos no superaban el filtro para el ingreso, había gran cantidad de gente, como en un día de oficina a las seis de la tarde. No pude verte con facilidad, buscaba entre la multitud ese vestidito que tanto me gusta. Sí, ése, el negro grisáceo a rayitas, el cortico, ese que te acompañé a comprar a Studio F en Unicentro y que siempre usas con esas medias de malla que tanto me gustan, (tú sabes por qué) pero encontrarlo fue una tarea que en ese momento parecía imposible.

Ahora es tiempo de confesarte una cosa, siempre llevó conmigo en la mochila una bufanda que una vez te presté y que impregnaste con tu olor para siempre, es una forma de recordarte, así que recurrí a ella, la saqué, me la puse ante el asombro de la gente que no entendía porque usaba bufanda en pleno verano y en la mitad del infierno que suelen ser las estaciones llenas. Al tiempo que iba aspirando tu olor, la gente parecía irse difuminando, se iba volviendo transparente, hasta que te alcancé a ver, al otro extremo de la Estación.

Si antes tenía mis dudas ahora estaba seguro, te vi muy bien, a lo lejos pero ayudado con tu aroma, contemplé tu rostro, tus ojos claros que siempre me han mirado con amor, esas orejitas que adoro besar, esa boca de labios finos que conviertes de mil maneras en mi portal de entrada al paraíso. Seguí explorándote, eras tú, esas pequeñas manos que son capaces de las mejores caricias, esos senos que se endurecen entre mis manos al primer contacto, esas piernas cuya piel se eriza cuando las recorro con mi lengua, en fin, ese cuerpo que sería imposible desconocer después de tantos y tantos encuentros. Sí mi amor, eras tú, por más ilógica e irracional que pareciera la situación.

Me dirigí resuelto hacia dónde estabas, con tan mala suerte de que ya llegaba el tren. – ¡Erika! grité con fuerza, pero no giraste la cabeza si no que abordaste uno de los vagones. Yo hice lo mismo, con el temor constante de perderte, sin saber tu destino, sin saber si podría encontrarte entre los pasajeros de este mundo subterráneo.

Mientras el tren recorría los intestinos de esta ciudad, yo realizaba mi propio viaje por nuestros recuerdos, y así, sin darme cuenta del tiempo que había pasado, noté que los vagones se iban quedando vacíos, la gente desocupaba ese espacio que poco a poco se iba convirtiendo en algo solamente nuestro, íntimo.

Cuándo menos pensé yo era el único en mi vagón, una voz anunciaba la siguiente estación: Plaza Italia, me pareció absurdo. "No puedo haber tardado tanto en solo tres estaciones, Carranza, Palermo y ésta", pensé, pero así era. Cuando el tren se detuvo, apareciste tú de nuevo, no sé cómo, pero ya estabas fuera del vagón y me invitabas con un gesto de la mano, salí como pude, incluso la puerta automática casi agarra mi mochila y no había nadie para socorrerme, salí victorioso de mi lucha contra la máquina. Corrí y corrí para alcanzarte, pero lo único que vi fueron tus piernas enfundadas en las medias negras como las que tantas veces te había arrancado, me agaché un poco para ver todo lo que permitía el largo de tu falda corta, pero no lo logré ver más que la curva que insinuaba la redondez de tu culo. Sin embargo vi más, en mi mente emergieron los recuerdos, vi tu cuerpo desnudo, dispuesto, cálido, un sinfín de imágenes pasaron como en un largometraje porno que rodaba a 155 cuadros por segundo y donde los dos éramos los protagonistas. Me entraron unas ganas locas de subir, agarrarte, arrancarte todo y comerte, ahí en plena Estación, o donde te lograra alcanzar, pero no podía. Sentía que corría como nunca, con la velocidad propia del deseo, te veía caminar con serenidad y elegancia pero no lograba darte alcance. La distancia siempre era la misma.

Al superar los últimos escalones y salir a la superficie de la ciudad vi que el reloj de Plaza Italia marcaba cerca de las cinco de la mañana, no me puse a pensar sobre esta incoherencia en la velocidad del paso del tiempo pues en mi cabeza y en mi cuerpo solo estaba el deseo de hallarte y te tenía ahí, a metros, al alcance de mi vista. Decidido hice el último esfuerzo con mis piernas, pero tú, con una agilidad que hasta ahora no te conocía, avanzaste sin problemas sobre tus tacones y diste un salto elegante, sin ningún esfuerzo, más bien como un vuelo corto, sobre la reja que encierra el Jardín Botánico e ingresaste en él con familiaridad.

Me acerqué lo más rápido que pude, me asomé desde las rejas, atisbando y esforzando la vista para encontrarte bajo las tenues luces del Jardín. No fui capaz de ver nada, me saqué las gafas, las limpié inútilmente sabiendo que los lentes están rallados a tal punto que al usarlas -que es casi siempre, menos cuando me baño- estoy condenado a tener una visión nublada de la realidad, pero nada, fue imposible, no te vi.


-¡Erika!, volví a gritar con todas mis fuerzas, sin obtener respuesta alguna. Ni siquiera un vigilante se asomó para interrogarme por los gritos y por la escena que protagonizaba a esas horas de la noche: un tipo de barba larga, mal trajeado, llamando a una mujer, sacudiendo con fuerza las rejas de un sitio en donde, por todos es bien sabido, los único seres vivos a esas horas de la madrugada son los gatos. –¡Eri!, grité de nuevo y nada, silencio total. Así fui perdiendo las esperanzas. Alcé mi mirada como para elevar una oración al Dios con el que me educaron y vi tus medias de malla negras enredadas en lo alto del enrejado, justo en el lugar por donde te vi desaparecer. Traté de cogerlas pero no llegaba, en un salto en el que puse mi mejor esfuerzo agarré una punta y me quedé con una buena parte de la prenda, la otra parte quedó ahí ensartada, “quedará como prueba y testimonio de esta historia, pensé.

Ya desanimado y viendo que el día empezaba a aclarar hice mi último intento. –¡Erika!, ¡Eri!, llamé dos veces seguidas, con un tono de voz que llevaba implícitos todos los sentimientos que albergaba. Por fin obtuve una respuesta casi imperceptible... miau, miau, oí desde el interior del Botánico. Miau, miau, escuché con claridad. Era una hermosa gatica, con una delicada nariz, un cuello elegante y con un balanceo al caminar que me resultó familiar, tenía unas orejas que me antojaba arrancar a besos y una boca muy fina. El hermoso ser felino se alejaba, con su pelaje corto, negro grisáceo y a rayas, en un momento giró su cabeza y me miró con sus ojos claros, luego siguió su camino.

Yo agarré las medias, las olí, no había duda, eran las tuyas, las guardé en la mochila junto a la bufanda y me alejé por la avenida Santa Fe rumbo a mi casa, quería caminar para reflexionar sobre los hechos de esas últimas horas. En el camino y faltando poco para llegar me topé con una amiga de toda la vida, Soledad, seguramente notó algo raro en mi porque lo primero que hizo fue preguntarme: -¿qué te pasa?, ¿Tienes algo?. No modulé palabra, la evité. Dos maullidos lastimeros fueron mi única respuesta.