viernes, 20 de febrero de 2009

El Muerto de Vespertina

La muerte se ha vuelto tan normal en nuestro medio que muchas veces una vida humana sólo representa una cifra y en el peor de los casos un espectáculo al que ni siquiera faltan los vendedores ambulantes.



El tráfico vehicular de Medellín se interrumpió, a eso de las seis y media de la tarde en la calle 34 con la carrera 66, un jueves cualquiera. ¿La razón?... Un muerto.

Las cintas amarillas de la Policía Nacional advirtiendo: “NO PASE” eran los primeros indicios del deceso, que quienes pasaban por ahí podían observar. Evidenciaban la ocurrencia de un crimen a la vez que delimitaban la escena, dos metros a la redonda del cuerpo. Casi adherida a esta barrera plástica se aglutinaba una multitud cada vez mayor –sin contar a quienes se asomaban desde sus ventanas y balcones- buscando la mejor ubicación para ser testigo de los hechos y de paso satisfacer su morbo.

Tendido boca abajo, con las manos pegadas a su espalda como si la muerte lo hubiera esposado, yacía sobre el pavimento “el Negro”, centro de atracción –sin siquiera saberlo- de todo este público. A su izquierda, a escasos quince centímetros de la cabeza, reposaba el arma homicida, la misma que según la versión generalizada de los hechos, había usado el difunto para robar el lujoso automóvil del hombre que daría fin a su vida.

Uno a uno, los mirones se transforman en improvisados biógrafos que comienzan su labor por el inevitable final: La muerte del protagonista.

- “Ese ‘muñeco’ le quería tumbar el carro a un ‘mono’ que estaba dejando a la novia acá al lado del puente¨ y salió tumbado, el man tenía ‘tote’”, comenta un hombre que cuida carros en el sector.

- “El hombre se le acercó con el arma por la espalda y le dijo: ‘deme las llaves del carro y vámonos’”, afirma un vecino que asegura ser testigo presencial de los hechos. Quién sabe cómo, porque este hombre de 62 años vio todo desde un tercer piso y por lo general debe usar gafas de culo de botella para ensartar la llave en la cerradura de la puerta. El novio de la vecina (conoce bien la vida de todo el barrio) le dijo: ‘no yo no me voy, tené las llaves’. Entonces el ladrón las cogió y se fue para el carro. Sería por los nervios pero no pudo abrir, se embolató, entonces el otro –que es grandote- le pegó y se pusieron a pelear. Rodaron por todos lados hasta que sonaron dos tiros.

La versión del veterano observador coincidía con los rumores que rondaban por los corrillos formados en torno al difunto. ‘El Negro’ seguía ahí tumbado, indiferente a los deslumbrantes “flashes” de la cámara del Cuerpo Técnico de la Fiscalía, operada por un hombre joven, quien parece estar ya acostumbrado a la rigidez de sus modelos.

La policía y las autoridades llegaron a los 20 minutos. Carmen, la hermana del ‘Negro’ se les adelantó, acompañada de un amigo y de la mujer de quien en vida se llamaba Javier, llegaron al sitio del homicidio. ‘seguro que este tipo no andaba solo. Nunca trabajan sin que les cuiden las espaldas, de más que el que lo acompañaba le contó a las familias’, comenta el jefe del equipo de la Fiscalía, un hombre que ronda los 35 años y que asumió su trabajo sin problemas, con toda la naturalidad del caso, como si el fin de la vida de una persona fuese algo normal. El funcionario, manipulaba el cadáver como si fuera un objeto, era para él una costumbre. ‘este es mi segundo homicidio del día y como el sexto de esta semana’. Y esta es la realidad, en un país dónde la principal causa de muerte es la muerte violenta y en una ciudad dónde el promedio diario de crímenes es de trece víctimas.

De repente el foco de atracción cambió, el llanto de Carmen, confundido en un solo grito atrajo la atención del ‘público’ presente. ‘¡Por qué, por qué!’ recriminaba mientras veía el cuerpo de su hermano tendido en el piso. Era el mayor de tres hijos, casi su papá, el hombre de la casa, desde que su padre biológico los había abandonado por irse detrás de una mujer. La única persona que respondía por ella, su hermanita y por la ‘cucha’, había caído, muerto, perforado por las balas que él mismo había comprado.

La nueva viuda, una más en una ciudad colmada de ellas -pues los que más caen son los varones entre 16 y 24- una rubia tinturada, aparentemente mayor que el difunto, vestida de manera extravagante: una falda larga, estrecha al extremo y una diminuta blusa que dejaba ver a todos los presentes sus kilos de más. ‘déjenme estar al lado de él’ alegaba con las autoridades que le impedían el acceso al cuerpo del marido. ‘Él no es un ladrón, el trabaja en vigilancia’ afirmaba la rubia, contradiciendo las versiones acerca de la muerte de su pareja.

El dolor se le notaba en la expresión de su rostro, sin embargo no derramó ni una lagrima. Todo lo que sentía se transformó en rabia, tanta que golpeó al uniformado que la alejaba de la escena del crimen, ‘si fueras vos, no te gustaría que le hagan esto a tu mujer’ decía impotente ante los empellones del policía. El equipo de la Fiscalía seguía inmutable en su trabajo, midiendo, registrando, preguntando a los vecinos.

‘¡Nombre! Cuestionó un oficial de la Policía dirigiéndose a Carmen, ‘Francisco Javier Mejía’ , respondió la joven trigueña un tanto más calmada. Contestó una tras otra las preguntas, ’33 años’ , ‘carrera 98 con ...’, respondía entre un llanto entrecortado.

Pasadas las siete llegó una camioneta de Medicina Legal, blanca, cabinada. Iba por el cadáver. Al tiempo el ruido de potentes motores invadió el lugar, cuatro hombres jóvenes descendieron desafiantes de sus motos, inspeccionaban a todo el mundo, veían directo a los ojos, haciendo que todos desviaran la mirada. Cuando vieron a Carmen entre la montonera, se acercaron a ella, la abrazaron, sus rostros no mostraban ningún sentimiento, luego se marcharon, no sin antes mirar el lugar, reconocer a la gente.

Poco tiempo después de los hechos, la casa dónde ocurrió el suceso estaba vacía, con letreros de “SE ARRIENDA”, los dueños se fueron, previniendo actos en su contra. ‘Ya saben donde vive la novia del que mató a su amigo, le parece poco, nos tenemos que ir aunque en esta casa hemos vivido toda la vida. Es como si fuéramos desplazados dentro de la ciudad’ dice el dueño del inmueble. Del joven que se convirtió en asesino por defender su carro, nada se sabe, desapareció para proteger su vida.

Cuando ya van a subir el cuerpo a la camioneta, una anciana que ronda los 60 preguntó: ¿Y no van a trazar la silueta en el piso?, algo decepcionada, esperando un recuerdo permanente del show de muerte que presenció totalmente gratis.

Subieron al ‘Negro’ y la gente se fue dispersando, pues ya no estaba el mayor atractivo: el cuerpo de un hombre con dos balas en la nuca. Un vendedor ambulante, que llevaba una media hora haciendo su agosto, ofreciendo dulces y cigarrillos por todo el lugar, se retiró molesto. Ya no tendría tanta clientela pues la audiencia que presenció el levantamiento de cadáver del ‘Negro’ se esfumaba, a la par del carro mortuorio.

La función había terminado.



¨ se refiere al puente sobre la quebrada La Picacha, a la altura de la carrera 66 de Medellín.

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