sábado, 21 de febrero de 2009

HACE SIETE AÑOS EN EL SÉPTIMO PISO

Otra vez, como sucede cada año, la puerta está frente a mí. Un gran arco al final del corredor. Me recuerda el portal y el callejón que encarrila a las bestias desde los toriles al ruedo en las plazas, a cumplir con su destino, con su misión de matar o morir. La sensación es distinta a la que viví aquella vez hace siete años, en que al igual que hoy, entré al edificio con la decisión de subir hasta el séptimo piso, más o menos la mitad de la altura total del edificio, donde se ubica mi apartamento.

El edificio se levanta en un sector céntrico de la ciudad, una gran avenida pasa frente la imponente construcción que ocupa media manzana. Fue una de las obras que innovó en el país con el concepto arquitectónico de grandes moles de concreto que aglutinan en su interior, pequeños nichos familiares, estereotipos de la clase media, cada uno en un pequeño panel de la colmena. Al ingresar veo el vestíbulo en el primer piso, todo está aparentemente igual, como la primera vez que entré a los catorce años de edad. Una solitaria mesita adornada con flores artificiales de colores chillones –típico gusto de la administradora-. El portero, un anciano de piel acartonada como pieza momificada de museo arqueológico, seguramente ya ni me recuerda.

Mi padre había muerto y las condiciones económicas dieron un giro hacia abajo, hacia la quiebra. Llegó la adversidad. Yo era el típico niño ‘bien’, un hijo de papi, por vainas del destino enfrentaba un nuevo mundo, dos o tres estratos más abajo de la cunita de cristal en la que -para bien ó mal- había nacido. Ahora, como en ese entonces, no pensé que esta estructura de hierro y cemento en la que me adentro, marcaría el destino de mi vida, la forma de vivirla y quizás la forma de abandonarlo todo. Se convirtió en mi hábitat social dentro esa montonera de la gran metrópoli.

Sigo por el amplio y largo corredor hasta acercarme a las escaleras que poco a poco me acercan a mi piso. Unas veinte gradas separan cada piso. Siendo más joven las subía a mil, sin cansarme, hacía siempre lo posible para saltar de par en par y hacer más corto mi ascenso o descenso –aunque para bajar usaba el pasamanos-. Está velocidad podía aumentar casi al doble en las noches, sobre todo en aquellos espacios en los que la luz era tenue o inexistente –como en los meses de apagón-, siempre fui un cobarde, lo que más derroche de adrenalina producía en mi cuerpo, era detenerme en cada piso y observar a cada lado del corredor para descubrir que la oscuridad era tan densa que muy difícilmente se podían observar a más de un metro de distancia. Cualquier cosa podría sorprenderme, sin dejar ni la más mínima opción de reacción. Hoy subo sin afanes, tengo todo el tiempo del mundo, ya ni siquiera me cansó tanto como hace siete años, cuando tenía 25 en mi cuenta personal y el exceso de aspiraciones e inhalaciones dejaba ver sus insanas consecuencias en mi fisiología. No me importaba la salud, que mierda, al fin y al cabo la muerte siempre es la última cita de todo hombre y mejor vivirlo todo para llegar sin asuntos pendientes.

Segundo piso, normal, hay gente pero nadie me determina, no me importa, me hago sentir cuando quiero.

Tercer piso, continuo... no me cansó, no me asfixio, observo todo con una claridad que no había experimentado nunca, mientras vivía en el edificio. Cuarto piso, igual... Quinto. Descubro hoy, que entre piso y piso hay elementos comunes. No hablo únicamente de los componentes físicos, exactos entre sí (a propósito), que dan ese aire igualitario que encanta a algunos y molesta a otros. Mi abuela, por ejemplo, odiaba el edificio, siempre decía que una mujer de su alcurnia y clase – inútil, mantenida y dependiente – no debía rebajarse a vivir con esa clase de gente, y menos aun en una residencia aparentemente igual a todas las demás; para mí era peor, por su ambiente lúgubre y aburrido, tan monótono desde la muerte del patriarca. Descubro cosas intangibles, que antes ni presentía, el lugar encierra una magia, o mejor un embrujo, que seguramente compartió conmigo siempre, y me hizo actuar sin darme cuenta de un modo determinado. Cada piso, cada rincón, contiene energía y la deja fluir, se puede sentir. Ahora la siento, antes no.

En el quinto piso hago una pausa, y no por no ser capaz de continuar la marcha sin un descanso, si no porque observo la puerta de un apartamento, luce distinta pero es esa. Cuento los pasos desde las escaleras hasta este apartamento, 36 pasos, lo recuerdo todavía de memoria por mis constantes visitas, es el mismo apartamento, aunque no luce igual, ni huele igual. Ahí vivía Gonzalo. Gonzalo, tenía unos cuatro años más que yo, era español, cuando yo llegué era de los pocos amigos míos que podía acceder a lo prohibido: trago, cigarrillos, putas, drogas. Al principio trató de montármela... me jodía por mi origen burgués, yo nunca me dejé; todo cambió el día que me partió la cara de un cabezazo, lo único que recuerdo en medio del dolor fue una frase: “eso está bien mijo, los hombres no le deben correr a nadie, por grande y mierda que sea”. Desde ese día me consideró un hombre y para él su amigo, Gonzo (como le llamaba) hizo en muchas ocasiones las veces de padre, aunque, para ser sinceros, no podía catalogarse de ejemplar.

El Quinto piso hoy no huele como antes, siempre olía como huelen las iglesias en Semana Santa, yo no sabía que olor era, luego lo supe y fue un olor tan familiar que me acompañó hasta que me fui del edificio. Las drogas entraron a mi vida, no me arrepiento, no sé qué habría sido de mi sin ellas, no hubiera llegado al lugar en el que hoy me encuentro.

Tenía quince años, vivía con mi familia, pero la mayor parte del tiempo estaba con los otros bacanes del edificio, con quienes era prohibido juntarse para aquellos buenos hijos de casa y de Dios. Mi madre llevaba más de dos años sumida en la depresión post-fúnebre originada en el deceso del sustento monetario del hogar y por tanto de la calidad de vida, lo que yo hacía no le importaba, le bastaba con sentirse orgullosa por mi hermana mayor, quién siempre fue buena en el estudio y cursaba ya tercer semestre de medicina en una buena universidad pública. Hoy, no tengo controles de ningún tipo, soy libre.

Ya en confianza, Gonzalo era conocido como: “la madre superiora”, (alias plagiado de la película Trainspoting que veíamos hasta el cansancio) por su largo hábito por la cocaína, los ácidos -que alguien le enviaba desde la Madre Patria- y las pepas de todo tipo, consultadas invariablemente en un vademécum propiedad de mi ejemplar hermana.

Terminé mi colegio bien (perdí una materia, pero amenacé al profesor) no sabía que hacer y me decidí: sería un autodidacta, estudiar lo que me dé la gana e ingresar a la universidad de la vida fueron mis metas, sin esperar cartón alguno. Este quinto piso fue determinante mientras viví aquí, claro también el parche bacán y Gonzo. Este piso me envuelve, me retiene. El último día que visité el lugar no pasó así, pasé por este piso casi ignorándolo, estaba decidido a hacer lo planeado en el séptimo piso. Además mi amigo ya no estaba. Claro ahora tampoco, ni siquiera el símbolo de anarquía que en esa época adornaba, para envidia del resto de cagones, la puerta de su recinto. No puedo detenerme más, quiero llegar a mi piso, un piso que tendría que llamarse como yo... En mi honor, por supuesto. Sea como sea nadie ha escrito en él más historia que yo.

Veinte escalones más... Sexto piso, no quiero parar pero me toca, en la puerta del 608 veo a Andrea, la mujer de todos, ahora está casada y carga un niño en cada brazo. Pienso, incluso que quizás alguno de ellos, el mayorcito, de unos seis años podría ser mío. Andrea era la típica vieja a la que le gusta saberse buena, le encantaba sentirse deseada y observada, todos le cargábamos ganas cuando pasaba con su movimiento rítmico de caderas, tenía un año más que yo pero me le medí, claro Gonzo me la presentó, seguro ya había sido una res de su ganado. Pero a mí me enredó entre su pelo negro y su coquetería, con sus labios carnosos y sobre todo con lo que era capaz de hacer con ellos. Cuando pensaba en ella, pensaba en SEXO, sí SEXO, en mayúsculas pues nunca, -he de ser sincero en esto-, había disfrutado tanto del contacto íntimo entre dos cuerpos con pieles que exhalan una atmósfera de deseo, como me sucedía con ella. Sé que ella debe acordarse de mí, sea como sea sé que fui un buen amante, o por lo menos eso creo, eso decía.

Para mí el sexto piso era el “sexo” piso. Fui tan iluso en ocasiones que hasta pensé que ella me amaba de verdad, pero no, aquellos días en que pensaba eso la encontraba con un imbécil más (seguramente tan enamorado como yo), que moldeaba su cuerpo con las manos, arrancando de ella gemidos que pensaba, ingenuamente, sólo oía yo. Hoy la veo y aún me despierta deseos, a pesar del tiempo en que no la he sentido (con todos mis sentidos) la añoro. Que cagada, sigo dejándome dominar por el simple impulso físico. Había otras, pero eran muy “buenas” para mí, si no muy buenas, lo pretendían, con su moralismo y con su tabla de valores tan calcada de otros e influenciada radicalmente por la religiosidad de una cultura, que enraíza como propio, lo ajeno.

Mi destino se acerca, hoy después de otro año veré mi piso, el séptimo, me acercaré a mi hogar: el apartamento 707, seguramente encontraré en él lo mismo de siempre, el tiempo ha pasado y pienso aprovechar mi regreso para ver como han ido las cosas sin mi presencia.

Llego al séptimo, y mis ideas vuelan al piso doce, allá mientras en otros pisos se ubican diez apartamentos solamente hay cuatro penthouses. Carolina vivía en uno de ellos. Era perfecta: buena hija, buena mujer, linda, con valores que envidiaría la mejor de las monjas de su colegio, en fin era un buen partido, y buscaba un buen partido (lástima que yo había perdido ese carácter a la par con la fortuna familiar). Carolina tenía su novio, un man aburrido, cuadriculado pero aceptado por todos, su vida se veía plena a pesar de que en el fondo sabía que estaba llena pero de vacíos.

No sé como ella se fijó en mí, mantuvimos por mucho tiempo una relación paralela, éramos tres. Me importaba tanto que soportaba los celos corroyéndome como ácido la boca del estómago cuando era yo quien jugaba de suplente. Pensé que ella optaría por mí, pues no hacía más que repetirme lo bien que la pasábamos; incluso dejé de tener sexo con Andrea por respeto a esta mujer. Seguramente si hoy subo hasta su piso, la veré con el mismo imbécil o con otro de la misma calaña, que seguramente será una fiel copia del frío y aburrido tipo que fue mi competencia. Mejor no subo... Estoy ya en mi piso, cerca de lo que fui.

Séptimo piso, cero fatiga, subí todas las escaleras -cerca de 150- sin sentirlas, definitivamente estoy mejor ahora. Me acerco a la puerta de la que hasta hace siete años fue mi casa, siento algo que no experimentaba desde mi partida, son ansias de ver como ha seguido todo esto sin mí.

Entro y aparentemente todo sigue igual, el corredor enmarcado en viejas fotos de la familia en las que se ubican con preferencia las mías y las de mi padre, la sala con su empolvado menaje, el gran comedor que nadie usa ya, la cocina en la que veo a mi abuela más conforme con su situación de gente del montón, el cuarto de mi hermana siempre pulcro y ordenado, el cuarto principal, todo un museo con prendas de los ausentes, mi cuarto... exactamente igual, como si no hubiese pasado un día, mi ropa ordenada, la cama tendida. Incluso al asomarme al cajón de mi nochero veo un bareto a medio fumar que no hizo falta el día que decidí irme, pero que me caería de maravilla en estos momentos. Necesito revivir mis espacios.

Al llegar al salón principal, veo a mi madre, está triste. Llora y reza al tiempo mientras sostiene una foto mía. Parada frente a un gran ventanal. Ventanal que destrocé con mi cuerpo, que fue mi umbral de escape hacia la muerte, exactamente hace siete años cuando tomé la decisión de dejar está vida de mierda y lanzarme desde el séptimo piso a un nuevo vivir, sinceramente mucho mejor, en el que recorro el espacio en un tiempo que no hubiese imaginado. Incluso creo que subí en menos tiempo de lo que me tomo aquel día, en mi caída libre, chocar contra el asfalto.

El lanzamiento requirió valor, claro que también una buena dosis de alcohol, robinol, triptanol y marimba, fue una caída lenta, cuadro a cuadro, ví cada piso en mi caída, recordé. Creí ver a las personas: Andrea, Gonzalo, Carolina, mi Madre, mi abuela, el portero, los N.N., en fin, mi universo. Incluso Cuando faltaba casi un solo piso para enfrentar la muerte en el cemento, puedo jurar que vi a Carolina, mi mujer ideal, quien -con su matrimonio por conveniencia con el bobo de turno- aceleró mi partida, ella se asomaba por la ventana pidiéndome que no saltara, la veía más lejana que nunca, quise detenerme....pero ya fue imposible.

Hoy no recuerdo nada, ni siquiera el túnel largo y oscuro con la gran luz incandescente al final que da la bienvenida a un nuevo sitio, yo no ví nada. Al momento del golpe todo se puso gris con vetas sin forma color carmesí regadas por el lugar. No más. Ahora lo que sí es real para mí es este caminar, que año a año realizo del primer al séptimo piso de mi edificio, viviendo todo nuevamente.

Ahora estoy frente al ventanal ya reparado, veo allá, a gran distancia la calle que me recibió hace siete años, sin inmutarse, ni tan siquiera deformarse. No me arrepiento, fue mi decisión. Incluso hoy lo volvería a hacer... ¡ Lo Hago ¡

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