martes, 18 de mayo de 2010

NO HAY ENEMIGO PEQUEÑO

El hombre llevaba cerca de tres meses viviendo en Medellín. Lo más difícil en el proceso de adaptación a su nuevo espacio no fue ni la gente, ni las calles que en un principio eran desconocidas, o por lo menos todas iguales, ni siquiera el hecho de que extrañara a las pocas personas con las que había compartido en su antiguo domicilio, la fría capital, donde el sol era un visitante de algunos pocos días. Lo que más le costaba soportar era el clima, no tanto por el sopor que provoca una temperatura media de 24 grados, sino por otras consecuencias relacionadas directamente con el tiempo.

Maximiliano –quien prefería que le llamaran Máximo, para satisfacer su egocentrismo o por lo menos afianzarlo- era un joven abogado muy exitoso. A sus 30 años había logrado en lo económico más de lo que un hombre con un trabajo promedio añoraría al momento de su retiro.

Gracias a las influencias de su familia, muy bien relacionada en los círculos del poder político, había logrado ocupar importantes cargos burocráticos en el sector público, y eso a pesar de su poca, o mejor, mediocre preparación, en una universidad cualquiera. Los altos salarios, y los dineros “extras” -nunca ausentes en trabajos de este tipo- le había permitido llevar una vida bastante cómoda y forjar una pequeña fortuna.

Las más recientes elecciones definieron el destino de Máximo. El Partido de la U (U de Uribe, U de ultraje a los derechos humanos, U de ultraderecha, U de Un hijueputa tirano en el poder) que por ese entonces era contrario al Liberalismo, partido en el que militaba, ocasionó su traslado a la ciudad de la eterna primavera.

Cuando bajó del avión no percibió ningún cambio en el ambiente, esto sólo ocurrió cuando llegó al apartamento que sería su residencia, el aire acondicionado del aeropuerto y del elegante vehículo que lo recogió en Rionegro hizo imperceptible la variación climática. Sin embargo en cuanto Máximo llegó al lugar que había alquilado en el Poblado, el más exclusivo sector de la ciudad, se percató de lo incómoda y hasta insoportable que sería la temperatura ambiente de su nuevo hogar. Comenzó a sudar a chorros, como si le hubiera caído un balde de agua, la humedad hizo que su ropa se adhiriera al cuerpo produciéndole una especie de claustrofobia que lo llevó a despojarse de la corbata y casi a arrancar su camisa, sintió una angustia que lo asfixiaba.

En un comienzo se desesperó tanto que hasta pensó en renunciar. Todo era preferible a tener que soportar esa inclemente temperatura, pero luego apelando a la razón se dijo a sí mismo en voz alta, como si tratara de convencerse: esto no es nada grave, hoy me compro un ventilador y en el presupuesto del próximo mes incluyo en los gastos de la oficina un buen aire acondicionado.

Efectivamente así lo hizo, pero nada de esto solucionó el motivo de los problemas que terminarían con su paciencia.

Máximo no tardo mucho en notar que a pesar de que su apartamento era para un habitante, en realidad no vivía sólo, compartía su espacio con un gran número de insectos a los cuales no estaba acostumbrado. Unos rastreros y otros voladores.

A todos los que volaban los agrupaba bajo el apelativo de zancudos. Lo que más odiaba de ellos eran los zumbidos que producían al volar, además para empeorar las cosas era infaltable sentir el terrible sonido, más fuerte de lo normal, que presagiaba el acercamiento del insecto al pabellón de la oreja, casi siempre en el momento en que conciliaba el sueño. Máximo soportó esos primeros días con esfuerzo. En cuanto a los insectos que recorrían el piso de la vivienda unos le desagradaban más que otros. Las cucarachas ocupaban el primer lugar en su ranking de repugnancia, cuando encontraba una en la cocina pasaba días sin comer pues imaginaba las patas velludas de los insectos corriendo sobre los cubiertos y la vajilla. También había arañas que le producían un poco de miedo y muchas hormigas que merodeaban por los rincones sin causar mayores molestias.

Los únicos bichos que merodeaban por la casa en que transcurrió su infancia en la ciudad de Pasto eran las moscas, grandes y negras, en cuya cacería ocupaba gran parte de su tiempo libre en la infancia. Desde niño sentía repulsión por todo ser viviente que considerara menor que él, lo que incluía a todo el reino animal y vegetal, incluso a la mayor parte del género humano. Era sorprendente su habilidad para acribillar a los incómodos y odiados voladores. En un principio usaba el tradicional matamoscas, seguía el vuelo de su presa con la sagacidad de un felino esperando silenciosamente el momento en que su víctima se posara para asestar el golpe mortal.

Con el tiempo el sólo hecho de matar a las moscas no fue suficiente, le repugnaban tanto que pensó que la muerte no era un castigo suficiente, asi que decidió darles un castigo mayor. En ocasiones el procedimiento era el normal, al menos en parte, sin embargo a la hora de dar el golpe, la fuerza disminuía de tal forma que el insecto no moría sino que quedaba atontado. Otra veces, lo que hacía era dispararles agua, con pistolitas que su madre le compraba, con las alas mojadas las moscas ya no podían volar y se volvían una víctima fácil. Ahí comenzaba su martirio. Como experto verdugo, Máximo tomaba a las moscas recién azotadas por el peso de la malla plástica o la presión del chorro de agua y comenzaba a torturarlas, sintiendo placer por cada uno de sus actos. Primero las cogía entre sus regordetas manos y les arrancaba sus alas, una a una, dejando un tiempo entre cada mutilación, le complacía ver la inutilidad de las moscas al tratar de volar con sólo uno de sus apéndices colgando del cuerpo. Luego les quitaba la otra para pasar a la parte más cruel: quemarlas vivas.

Lo que más gozaba era sentirse poderoso, apreciar la incapacidad de los insectos para salvarse, ser testigo de su superioridad, como un dios, aquel que da o quita la vida dependiendo de su estado de ánimo. Muchas veces, Máximo creía reconocer a una mosca a la que había perdonado incomodando nuevamente. A esas era a las que peor les iba. Cuando las atrapaba, después de arrancarles las alas las ponía sobre una hoja de papel, que doblaba a modo de cubo, dejando la parte superior abierta para poder ver. Tomaba un fósforo, lo encendía y lo ponía en la parte inferior, en las patas de la víctima que corría desesperada sobre el papel hasta el momento en que las llamas la consumían en una hoguera que para Máximo se había convertido en un ritual, en la solución final.

Con los mosquitos de Medellín no le quedaba tan fácil hacer lo mismo, eran diminutos, casi imperceptibles a la vista y mucho más ágiles al volar. Trataba de aplastarlos en pleno vuelo pero sólo conseguía aplaudir en el aire las maniobras de los insectos. Eso lo enfurecía aún más.

Una vez probó con Raid, el más poderoso insecticida que encontró en las estanterías de El Éxito. Roció todo su apartamento, la sala, el comedor, la cocina, los baños, su habitación y la de huéspedes, hasta el cuarto de servicio y se fue a dormir tranquilo, confiado en lo que rezaba la lata de aerosol “mata y sigue matando”. El veneno resultó efectivo, pero al que casi mata es a él, no tuvo la precaución de leer la letra menuda de la lata y resultó intoxicado. En la mitad de la noche se despertó asfixiado, no podía respirar bien, prendió la luz y vio que las palmas de sus manos estaban rojas, se quitó la pijama y descubrió que su cuerpo estaba lleno de manchas. Salió volando a la Clínica más cercana entre los zumbidos de los mosquitos que parecían risas de burla.

Después de este incidente optó por tomar una estrategia más defensiva que agresiva. Compró un buen repelente con aloe vera, para que a la vez humectara su piel, y que embadurnaba en su cuerpo blancuzco cada noche, así evitó las picaduras, pero no el molesto ruido al que finalmente termino por acostumbrase o amainar dejando el televisor prendido a todo volumen.

El haber perdido esta batalla hizo que cambiara de enemigos en su guerra contra los insectos. Volvió la mirada hacia el piso. Las hormigas que antes casi no notaba empezaron a ser su obsesión.

Todo empezó una noche en que tomó el vaso de Coca Cola que había dejado en su nochero y al dar el primer sorbo notó que en su boca había algo más que la gaseosa. Fue al baño, escupió en el lavamanos y vio a varias hormigas todavía vivas pataleando sobre la porcelana. Se lavó los dientes tres veces e hizo gárgaras con Listerine Mint. Volvió a su pieza, prendió la luz y vio como desde el vaso se desprendía una larga fila de estos laboriosos insectos que iban y venían. Sin explicarse cómo los que ya se iban llevaban microscópicas gotas del líquido azucarado, los que venían parecían hablar con sus compañeros que marchaban con la misión cumplida. Agarró el vaso, regó lo poco que quedaba y lo llenó de agua ahogando una buena cantidad de hormigas. Luego aplastó con sus dedos todas las que estaban sobre el nochero, siguió el recorrido de la fila y continuó con su masacre hasta rastrear que salían de un pequeño orificio en una esquina de su habitación. ¿De dónde saldrán? Se preguntó, satisfecho por la gran cantidad de bajas del enemigo.
Nunca obtuvo respuesta a esa pregunta, el hecho era que siempre aparecían. Cada vez que tardaba mucho en tomarse su infaltable Coca Cola, invadían el vaso, obligándolo a tirarlo.

Para que ya no se metieran en el vaso y arruinaran su bebida recurrió a un viejo truco que le dio su madre. Ponía el vaso en la mitad de un plato hondo lleno de agua, de esta forma quedaba protegido por una especie de fosa infranqueable. Era tal la avidez de las hormigas que muchas morían en el intento, Máximo reía al verlas flotando en el agua, inertes. Aunque resolvió el problema de la gaseosa que tomaba en cantidades para calmar la sed, lo que habían hecho los bichitos había despertado su sed de venganza. La guerra estaba declarada, toda la furia que no pudo descargar contra los zancudos se volcaría ahora por estos insectos que son el símbolo del trabajo duro y en equipo, algo con lo que tampoco se identificaba, le gustaba que los otros trabajaran para él. Una razón más para la lucha.

Todos los días era lo mismo. Apenas las veía comenzaba a aplastarlas. Pronto se dio cuenta de que era verdad aquello de que estos insectos vivían en una sociedad ordenada. A aquellas que dejaba medio muertas las recogían otras, las levantaban en vilo y se las llevaban tal como lo hacían con la comida, seguramente para tratar de curarlas. A las muertas las dejaban por más tiempo, tiradas sobre la mesita que era el campo de batalla, pero también se las llevaban. Alcanzó a imaginar un gran cementerio en algún rincón de su nido. Esta actitud solidaria que él no compartía por ser una muestra de compasión que no merecen los débiles le molestó más, decidió acabar con ellas a toda costa, ya no sólo lo molestaban con su presencia si no también con su comportamiento.

Recordó entonces sus efectivas técnicas pirómanas de la infancia y decidió recurrir a ellas, combinadas con otras que aprendió en sus lecturas de Sun Tzu, el famoso estratega chino, en especial la emboscada y el engaño. Ahora tenía una ventaja con la que no contaba cuando era niño. Como fumaba dos paquetes diarios de Marlboro siempre tenía a mano su finísimo Zippo dorado que duraba encendido más que los fósforos El Rey con que enfrentaba a las moscas. No hay pierde, pensó, dispuesto a poner en marcha su plan.

Al día siguiente, antes de salir a cenar, regó Coca Cola en su mesa de noche y en distintos puntos de su casa. También distribuyó azúcar, formando pequeños montoncitos por ahí, para él este era el señuelo perfecto y no se equivocó. Al volver vio una cantidad de hormigas que nunca antes había visto, ni cuando pisoteaba los hormigueros en sus paseos a tierra caliente. Los insectos pululaban formando manchas negras alrededor de las dulces trampas que había tendido. No perdió el tiempo y se puso manos a la obra, agarró su encendedor y lo graduó para que la llama fuera más potente e incinerar así la mayor cantidad de enemigos. El sonido crujiente que producían los cuerpos articulados mientras ardían le encantó a Máximo, al igual que el olor acre que despedían. Así fue montículo por montículo de azúcar, gota a gota de gaseosa, exterminando a todas las hormigas que trataban inútilmente de huir del feroz lanzallamas.

Después de unos tres cuartos de hora había recorrido con su arma mortal dos veces todas sus trampas, la primera exterminando, la segunda rematando, no quería dejar ninguna viva. Tras comprobar que entre las cientos, o quizás miles de hormigas, no había ni siquiera una que respirara, se fue a su cama king size, satisfecho, sintiéndose un gran triunfador y estratega. Soy un putas, fue lo último que pensó antes de caer en un sueño profundo.

Al día siguiente la gente de la oficina que dirigía, sus peleles, como él los llamaba, se sorprendieron de que Máximo no hubiera aparecido, ni siquiera llamado. No se preocuparon mucho, incluso se alegraron de que no hubiera ido, junto a sus gritos y su prepotencia. Sin embargo al tercer día de ausencia empezaron a preguntarse por la suerte del odiado jefe, se reunieron, hablaron entre si y decidieron avisar a la Policía.

Cuando los uniformados entraron forzando la puerta del apartamento, después de haber tocado el timbre en incontables oportunidades y de interrogar al portero que les informó que hace días no veía salir al doctor, no se explicaron los montoncitos de azúcar y las pequeñas manchas pegajosas que al probar notaron que eran de Coca Cola, “la chispa de la vida”, vida ausente del lugar donde no se oía ni volar un mosquito. Cuando entraron vieron el cuerpo obeso de Máximo tirado sobre la cama, como si durmiera plácidamente, no había signos de golpes o violencia, nada fuera de lo normal. Tampoco les dijo nada el informe de medicina legal, muerte natural por asfixia fue el dictamen oficial. Lo único raro que encontraron fueron algunas hormigas en sus vías respiratorias.





viernes, 7 de mayo de 2010

CRISTIAN ALARCÓN, EN LA FRONTERA DE LA NO FICCIÓN CREATIVA

En diálogo con el autor de “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia”, la historia del santo de los pibes chorros de las villas bonaerenses, el escritor chileno explica por qué se define como “un periodista investigador al servicio de la narración.”



Tras dos décadas de ejercer su profesión desde la redacción de medios como Página 12, TXT y Crítica, Cristian Alarcón, se ha desplazado hacia un terreno fronterizo entre el periodismo y la literatura. “Fui orientándome cada vez más hacia la narrativa y fui utilizando las técnicas del periodismo investigativo, no tanto para descubrir grandes primicias, ni para poder nutrir la tapa de un diario, si no para nutrir mis textos de narrativa de no ficción y crónica.”, dijo este periodista destacado en el cubrimiento de la violencia urbana, la marginalidad, el narcotráfico y la corrupción policial.


Esta temática es precisamente el eje de su libro, “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia”, publicado por Norma en el 2008 y por el que ganó el premio Samuel Chavkin a la integridad en periodismo. En él, luego de dos años de convivencia con la gente de Villa San Fernando, zona marginal del norte de Buenos Aires, logró relatar la historia de el “Frente” Vital, un ladrón quien después de morir a los 17 años a manos de la Policía se convierte en el santo de los pibes chorros.

Un reconocimiento obtenido en medio de las dificultades económicas que, según Alarcón, han llevado al periodismo investigativo a una crisis. Él cree que “el problema fundamental de la investigación es que es muy cara y tiene un alto nivel de inversión”, costos que se justifican en la metodología requerida que define como “etnográfica”, una inmersión en la realidad y una cercanía íntima con las fuentes humanas, al punto de que algunas le llaman “compadre”, ilustró.

“Para mí una información que no salga del territorio es una información que no me excita demasiado.”. “La investigación es una tarea colectiva per se, es una tarea de redes, de enlaces, de vínculos y de complicidades, es una tarea de confianza muy fuerte, que hay que establecer no solamente con las fuentes, si no también con los otros periodistas y con los editores.”, recalcó.
Precisamente, la inexistencia de esta confianza hizo que en su trabajo Alarcón no incluyera fuentes policiales, a pesar del papel crucial de los uniformados en la historia.

Para su trabajo, además de los personajes, el autor recurre habitualmente a las que denomina fuentes “no civiles”, en donde agrupa entidades tanto públicas como privadas, necesarias para abordar la compleja realidad que investiga. “Manejo esas fuentes con mucho cuidado, porque suelen competir con la calidad de mis textos, (…) en general tienden a aplastar, con su visión y con su forma de transmitir información, una literatura de no ficción efectiva, de vanguardia, innovadora, interesante”, explicó este periodista que trasgrede las normas tradicionales del periodismo buscando la calidad literaria.

Así por ejemplo, construyó al personaje del “Tripa”, el antagonista de la historia, a partir del “coro griego de la Villa”, sin una investigación suficiente. “Surge de la necesidad. Para crear el mito del chorro contra el transa. (…) Yo utilizo los personajes para construir esa trama que me permita narrar hacia donde yo quiero llevar al lector”, manifestó.

Sin proponérselo, el ignorar en la investigación a este personaje generó en Alarcón un sentimiento de “deuda”, de donde surgió la idea de su nuevo libro, “Si me querés quereme transa”, que explora el fenómeno del narcotráfico y será publicado en noviembre. Como en su primer libro, en este caso la idea de adelantar la investigación nació de una intuición literaria sobre una historia con potencia, que lo mantenga interesado hasta el punto de afectarlo personalmente, de “invadir su vida”.

Luego de casi 5 años investigando para su nuevo libro, Alarcón defiende la idea de que hay un cambio en el concepto de verdad, “al extremo que mi libro tiene ahora 10 voces que no son las originales de los protagonistas.”. Este hecho es motivo de debate. Para algunos, como el escritor norteamericano John Lee Anderson, “Si me querés quereme transa” no es un libro de no ficción si no una novela, a lo que el autor responde que el hecho de que un personaje diga lo que le dijeron tres o más fuentes no hace que el contenido sea una mentira y cataloga su trabajo como una “no ficción creativa”, un espacio dónde la línea que separa ficción y realidad se hace tenue.

lunes, 3 de mayo de 2010

TRANSTORNO AFECTIVO CAPILAR

- Hola, buenos días.
- Hola, ¿cómo andás?
- Muy bien, un poco cansada por el vuelo, pero bien.
- Y claro, tenés que tener en cuenta que además de las 6 horas de vuelo que te bancaste entre Bogotá y Ezeiza ahora sos dos horas más vieja. Por la diferencia horaria.
- Jaja, no había caído en cuenta. Pero pensé que eras colombiano, eso me habían dicho mis amigos que me dieron tus datos, pero tienes acento argentino.
- Y sí, tantos años por acá, se le pega la tonada. Soy pastuso. Igual allá también usamos el vos, como los caleños o los paisas, pero nosotros lo usamos de una forma especial, que daría para todo un tratado de gramática.
- Jajajaja
- Me imagino que te reís por los chistes que nos hacen, y bueno, pero te cuento que nosotros mismos los inventamos, y sacamos provecho de eso. No sabés cómo. Y ¿qué venís a hacer por acá?
- A estudiar, un posgrado en literatura.
- Jajaja, perdoná que ahora me ría yo. Una más, todos creen que porque este puto país parío a Borges y a Cortázar es la cúspide de las letras. Ja, pero bueno no te quiero desmotivar.

(silencio)

- Pero bueno, no te hagás la seria, si vos sos colombiana y yo las conozco, viví por muchos años allá, cómo hasta los 31, hasta mujer tuve y sé cómo son. Si querés te cuento la historia del loco T, desde acá a Palermo tenemos tiempo (más con las vueltas que te voy a dar hija de puta). Del chabón que te hablo, también vivía en Palermo. Y era colombiano, como nosotros.
- ¿Si?
- Aja, pastuso como yo. Y también quería ser escritor como vos. Ahí te va el cuento.
- ¿A ver?

Cuando el loco T salía por las calles de Palermo todo el mundo se quedaba viéndolo. Y no es que actuara de forma extraña. Bueno la mayoría de las veces. Su simple presencia llamaba la atención. Tenía una barba que le llegaba hasta el pecho y una melena que le daba casi hasta el culo. Y bueno, pintas así no son extrañas acá. Si te vas a la Facu de letras, o a la de Sociales en Marcelo T. verás a muchos así, pero lo que llamaba la atención en él era la forma tan desordenada en que llevaba el pelo. Nunca se peinaba.

Pero no creás que siempre fue así. En un tiempo fue un elegante profesor de periodismo, siempre pulcro, perfumado y bien peinado. Claro que de eso se encargaba su mujer, Erika, otra pastusa, pero todo cambió cuando lo dejó. Y no se fue por otro, no, incapaz sería. Se fue porque simplemente no soportaba más las locuras del loco T, que metido en su mundo de libros era como un Quijote moderno, que quería vivir todo lo que leía.

- ¿Y qué libros leía?
- Todo el que caía en sus manos, bueno a excepción de esa mierda de autoayuda y cosas así de ese estilo, ¿viste?
- Pero qué era eso tan malo que leía y que quería vivir que tanto molestaba a su esposa.
- Ah, pues al contrario, era bueno jaja. Siempre andaba con algo de sus autores favoritos en su mochila, los leía y releía, una y otra vez. Siempre con algo de Burroughs, de Kerouac, del cubano Pedro Juan Gutiérrez y sobre todo de Bukowski, el que más lo apasionaba. Él quería ser uno de sus personajes, y bueno eso no lo entendían mucho.
- Si los conozco. Los leí a escondidas, estudié en una universidad de monjas que los tenían censurados.
- Ah, mirá vos, ¡que se chupen un huevo las monjas, que me chupen los dos a mí!. Pero dejáme que te termine de contar.

Como te decía, todo cambió tras la separación. Y no es que su locura no fuera natural, o genética. Incluso, el loco T, antes de que fuera conocido con ese apodo estuvo algunos días en un hospital psiquiátrico, pero bueno esa es otra historia. Ella ya lo había conocido así, medio loco, pero ella sabía controlarlo. Ché y mirá vos, que esa locura, no sé por qué, que se yo, era como si estuviera directamente relacionada con su pelo. Era como un Sansón ideológico, o no sé cómo explicártelo, entre más largo tenía el pelo, más ideas le fluían, más cosas interesantes escribía y se iba ganando así un espacio en el mundo editorial y académico. Pero como te digo era todo un gentleman, su melena siempre iba impecablemente peinada, incluso era la envidia de muchas minas.

Erika se esmeraba en cuidarlo, en amarlo, parte de eso se reflejaba en su pelo. Era algo carente de lógica. Cuando le dejaba el pelo suelto, era una fuente interminable de ideas, tenía una ocurrencia por segundo. Cuando le hacía media cola, era medio loco, ya desde ahí se veía venir lo que se le venía encima al pobre T. Cuando ella le hacía una trenza, todas sus ideas se enredaban, casi nadie le entendía, y cuándo le cogía todo el pelo en una cola apretada a él le costaba mucho expresarse, parecía no poder decir lo que pensaba. Pero cuando ella se fue, todo se fue a la mierda. Nunca más volvió a ser el mismo.

A medida que su pelo crecía, al principio aumentó su producción literaria, pero luego, entre más tiempo pasaba, sus ideas se fueron enredando, a la par de sus greñas que poco a poco se convirtieron en rastas. Fue ahí cuando le empezaron a decir el Loco. Bueno para ser justos, y no culpar del todo a su mujer, su comportamiento también contribuyó a que le pusieran ese apodo. Bebía todo el tiempo, cuándo aún tenía dinero siempre andaba con una Stella Artois de litro debajo de un brazo y un libro debajo del otro, luego con cualquier sustancia de contenido alcohólico que estuviera al alcance de su reducido presupuesto que se fue agotando gota a gota, mejor dicho libro a libro, pues casi que regaló por pocos pesos los ejemplares de su enorme biblioteca. Según él el trago le ayudaba a olvidar, pero no, cada vez pensaba más y más en lo mismo, sin poder ordenar sus ideas.

Se fue convirtiendo en un indigente. En un desechable, como les dicen allá o en un cartonero, como les dicen acá, no importa cómo les digan la pobreza es la misma en todas partes y tiene los mismos efectos.
- ¿Si?
- Y claro, que te creías, que venías al primer mundo jajaja, pará chiquita, si acá la cosa es también jodida. Te creiste el bardo de que esta era la Europa de América, jajaja.
- No pero, no pensé que la cosa era para tanto.
- Mirá, ahí está otra prueba. Un piquete.
- ¿un qué?
- Un piquete, una manifestación, una protesta, acá las hay todos los días, por cualquier motivo, justo o injusto, igual ya me hincharon las bolas, nos toca agarrar por otro lado. Hay que estar preparado, conocerse las rutas, si no, te jodés.
- Pero me dijeron que era fácil moverse en el subterráneo.
- Y si, claro, ahí cerca tenés la línea D, pero será fácil cuándo no para, a cada rato hacen paro y si no son los trabajadores no falta el que se suicida tirándose a la venida del tren. Pero bueno hay una guía muy buena, la famosa Guía T, por aquí tengo alguna si querés te la vendo bien barata.
- ¿Y cuánto vale?
- Mmm pues por ser a vos te la voy a dar regalada, 25 pesos, tomá, pero ahora me das la plata, cuando me abonés lo de la carrera. Igual nos toca desviarnos, esta ruta está cortada. Pero bueno así te acabo de contar la historia.

Como te decía, el loco T. caminaba tambaleándose, de calle en calle, por Santa Fe, por Guemes, por Charcas, por Araoz, por Vidt, por Mansilla, en fin por todas las vías del sector, viendo a su amor en cada porteña de ojos verdes, y acá son muchas eh, todas huían ante sus requerimientos amorosos. También perseguía algunos pibes, pero no porque se haya vuelto puto, lo hacía para defenderse pues muchos lo insultaban y le tiraban cosas a la salida de los colegios de Palermo.

Nunca se fue de ese Barrio, en el que siempre vivió y en el que al principio era bien recibido. Con el tiempo nadie lo quería cerca, era entendible, ya sus pelos y sus ideas eran algo de otro mundo. Por increíble que fuera sólo se lo bancaban los chinos que tenían un supermercado en Charcas y Medrano, y eso que los chinos son todos unos hijos de puta. Claro que en parte era una compensación, ¡tanta birra que les compró el loco cuando todavía tenía guita!.

- ¿Y es que hay muchos chinos?
- Ja, muchos no es palabra, son una invasión, es más son una mafia, ya lo verás, son los dueños de todos los supermercados de barrio. Es como si distribuyeran el territorio, cada dos o tres cuadras te topás con uno y explotan a los pobres paraguas y bolitas.
- ¿paraguas y bolitas?
- Paraguayos y Bolivianos, o que tenías en mente, ¿un país lleno de blanquitos? No si acá hay mucho morocho, incluso el argentino es morocho, porque una cosa es el argentino y otra el porteño. Ya te darás cuenta vos misma. Peruanos también hay muchos, son los que manejan la merca, el narco. Nos desbancaron acá de nuestro en nuestro negocio estrella.
- Ah ¿y colombianos?
- Cuando yo vine éramos pocos, ahora somos una plaga, de un momento a otro se llenó de compatriotas, a mi me conviene, cada día hago dos o tres carreras como esta, llevando a los paisanos rumbo a su sueño argentino jajaja. Pero ya es abuso, no hay día en que salgás a la calle y no te topés con varios, además la mayoría no vienen solos como vos, se vienen en manadas a hacinarse en cualquier parte, cocinando platos de allá para no extrañar, si les da tanta nostalgia que se queden por allá, o no.

Y bueno, como te decía, los únicos que se lo bancaban eran los chinos de ese super, que por las noches lo dejaban dormir en la bodega y en el día le daban algo de comer en el restaurante que tenían a la vuelta, sobre Salguero. Y bueno también en una parrilla, “En lo de Bebe” se llama, traducido al colombiano “En donde Bebe”, es que estos argentinos si estropean el castellano, está muy cerca a donde te llevo, ahí a media cuadra de Scalabrini. Bueno ahí le daban algo de lo que sobraba durante las noches para él y su compañera.
- ¿Su compañera?

Y Sí. Porque es que no terminó solo, siempre lo acompañaba su gata, La Negra, aunque en realidad se estaba volviendo medio mona, medio atigrada. Era como su sombra. Ese animal sí que lo amaba, casi tanto o igual que su mujer, con la diferencia de que nunca se separó de él. Era rara la relación entre esos dos. Yo creo que si la gata hubiera aprendido a peinarlo con sus hábiles uñas retractiles, la cordura le hubiera vuelto a la cabeza y hubiera podido volver a vivir como alguien normal, sin embargo ella se contentaba con darle cariño, con ronronearle, con abrigarlo con su cuerpo peludo en los días invernales. Y él le correspondía con su amor, calentándola con su tufo y compartiendo la poca comida que le regalaban. Hacían buena pareja, además también era de ojos verdes la Negra.

- Bueno, ya vamos llegando. ¿Nicaragua y Malabia me dijiste?
- No sé, espere miro… Nicaragua 4515.
- Es a dos calles de acá. Entre Malabia y Armenia, bonito lugar eh, muy cheto. El mismo barrio del loco.
- Qué historia tan rara. Ojalá no me lo encuentre, yo tengo los ojos verdes. ¿Y cómo sabe tanto del loco T?
- Ah, ¿no te lo imaginás? Nadie puede contar una historia si no la ha vivido, ni que fuera Dios.
- Pero, ¿cómo así?, ¿usted es él?
- No nena, ¡como se te ocurre! , no ves que yo soy pelado, no tengo ni un pelo en la cabeza, me los quité para no pensar. Son 300 mangos, todo un gangazo.