martes, 18 de mayo de 2010

NO HAY ENEMIGO PEQUEÑO

El hombre llevaba cerca de tres meses viviendo en Medellín. Lo más difícil en el proceso de adaptación a su nuevo espacio no fue ni la gente, ni las calles que en un principio eran desconocidas, o por lo menos todas iguales, ni siquiera el hecho de que extrañara a las pocas personas con las que había compartido en su antiguo domicilio, la fría capital, donde el sol era un visitante de algunos pocos días. Lo que más le costaba soportar era el clima, no tanto por el sopor que provoca una temperatura media de 24 grados, sino por otras consecuencias relacionadas directamente con el tiempo.

Maximiliano –quien prefería que le llamaran Máximo, para satisfacer su egocentrismo o por lo menos afianzarlo- era un joven abogado muy exitoso. A sus 30 años había logrado en lo económico más de lo que un hombre con un trabajo promedio añoraría al momento de su retiro.

Gracias a las influencias de su familia, muy bien relacionada en los círculos del poder político, había logrado ocupar importantes cargos burocráticos en el sector público, y eso a pesar de su poca, o mejor, mediocre preparación, en una universidad cualquiera. Los altos salarios, y los dineros “extras” -nunca ausentes en trabajos de este tipo- le había permitido llevar una vida bastante cómoda y forjar una pequeña fortuna.

Las más recientes elecciones definieron el destino de Máximo. El Partido de la U (U de Uribe, U de ultraje a los derechos humanos, U de ultraderecha, U de Un hijueputa tirano en el poder) que por ese entonces era contrario al Liberalismo, partido en el que militaba, ocasionó su traslado a la ciudad de la eterna primavera.

Cuando bajó del avión no percibió ningún cambio en el ambiente, esto sólo ocurrió cuando llegó al apartamento que sería su residencia, el aire acondicionado del aeropuerto y del elegante vehículo que lo recogió en Rionegro hizo imperceptible la variación climática. Sin embargo en cuanto Máximo llegó al lugar que había alquilado en el Poblado, el más exclusivo sector de la ciudad, se percató de lo incómoda y hasta insoportable que sería la temperatura ambiente de su nuevo hogar. Comenzó a sudar a chorros, como si le hubiera caído un balde de agua, la humedad hizo que su ropa se adhiriera al cuerpo produciéndole una especie de claustrofobia que lo llevó a despojarse de la corbata y casi a arrancar su camisa, sintió una angustia que lo asfixiaba.

En un comienzo se desesperó tanto que hasta pensó en renunciar. Todo era preferible a tener que soportar esa inclemente temperatura, pero luego apelando a la razón se dijo a sí mismo en voz alta, como si tratara de convencerse: esto no es nada grave, hoy me compro un ventilador y en el presupuesto del próximo mes incluyo en los gastos de la oficina un buen aire acondicionado.

Efectivamente así lo hizo, pero nada de esto solucionó el motivo de los problemas que terminarían con su paciencia.

Máximo no tardo mucho en notar que a pesar de que su apartamento era para un habitante, en realidad no vivía sólo, compartía su espacio con un gran número de insectos a los cuales no estaba acostumbrado. Unos rastreros y otros voladores.

A todos los que volaban los agrupaba bajo el apelativo de zancudos. Lo que más odiaba de ellos eran los zumbidos que producían al volar, además para empeorar las cosas era infaltable sentir el terrible sonido, más fuerte de lo normal, que presagiaba el acercamiento del insecto al pabellón de la oreja, casi siempre en el momento en que conciliaba el sueño. Máximo soportó esos primeros días con esfuerzo. En cuanto a los insectos que recorrían el piso de la vivienda unos le desagradaban más que otros. Las cucarachas ocupaban el primer lugar en su ranking de repugnancia, cuando encontraba una en la cocina pasaba días sin comer pues imaginaba las patas velludas de los insectos corriendo sobre los cubiertos y la vajilla. También había arañas que le producían un poco de miedo y muchas hormigas que merodeaban por los rincones sin causar mayores molestias.

Los únicos bichos que merodeaban por la casa en que transcurrió su infancia en la ciudad de Pasto eran las moscas, grandes y negras, en cuya cacería ocupaba gran parte de su tiempo libre en la infancia. Desde niño sentía repulsión por todo ser viviente que considerara menor que él, lo que incluía a todo el reino animal y vegetal, incluso a la mayor parte del género humano. Era sorprendente su habilidad para acribillar a los incómodos y odiados voladores. En un principio usaba el tradicional matamoscas, seguía el vuelo de su presa con la sagacidad de un felino esperando silenciosamente el momento en que su víctima se posara para asestar el golpe mortal.

Con el tiempo el sólo hecho de matar a las moscas no fue suficiente, le repugnaban tanto que pensó que la muerte no era un castigo suficiente, asi que decidió darles un castigo mayor. En ocasiones el procedimiento era el normal, al menos en parte, sin embargo a la hora de dar el golpe, la fuerza disminuía de tal forma que el insecto no moría sino que quedaba atontado. Otra veces, lo que hacía era dispararles agua, con pistolitas que su madre le compraba, con las alas mojadas las moscas ya no podían volar y se volvían una víctima fácil. Ahí comenzaba su martirio. Como experto verdugo, Máximo tomaba a las moscas recién azotadas por el peso de la malla plástica o la presión del chorro de agua y comenzaba a torturarlas, sintiendo placer por cada uno de sus actos. Primero las cogía entre sus regordetas manos y les arrancaba sus alas, una a una, dejando un tiempo entre cada mutilación, le complacía ver la inutilidad de las moscas al tratar de volar con sólo uno de sus apéndices colgando del cuerpo. Luego les quitaba la otra para pasar a la parte más cruel: quemarlas vivas.

Lo que más gozaba era sentirse poderoso, apreciar la incapacidad de los insectos para salvarse, ser testigo de su superioridad, como un dios, aquel que da o quita la vida dependiendo de su estado de ánimo. Muchas veces, Máximo creía reconocer a una mosca a la que había perdonado incomodando nuevamente. A esas era a las que peor les iba. Cuando las atrapaba, después de arrancarles las alas las ponía sobre una hoja de papel, que doblaba a modo de cubo, dejando la parte superior abierta para poder ver. Tomaba un fósforo, lo encendía y lo ponía en la parte inferior, en las patas de la víctima que corría desesperada sobre el papel hasta el momento en que las llamas la consumían en una hoguera que para Máximo se había convertido en un ritual, en la solución final.

Con los mosquitos de Medellín no le quedaba tan fácil hacer lo mismo, eran diminutos, casi imperceptibles a la vista y mucho más ágiles al volar. Trataba de aplastarlos en pleno vuelo pero sólo conseguía aplaudir en el aire las maniobras de los insectos. Eso lo enfurecía aún más.

Una vez probó con Raid, el más poderoso insecticida que encontró en las estanterías de El Éxito. Roció todo su apartamento, la sala, el comedor, la cocina, los baños, su habitación y la de huéspedes, hasta el cuarto de servicio y se fue a dormir tranquilo, confiado en lo que rezaba la lata de aerosol “mata y sigue matando”. El veneno resultó efectivo, pero al que casi mata es a él, no tuvo la precaución de leer la letra menuda de la lata y resultó intoxicado. En la mitad de la noche se despertó asfixiado, no podía respirar bien, prendió la luz y vio que las palmas de sus manos estaban rojas, se quitó la pijama y descubrió que su cuerpo estaba lleno de manchas. Salió volando a la Clínica más cercana entre los zumbidos de los mosquitos que parecían risas de burla.

Después de este incidente optó por tomar una estrategia más defensiva que agresiva. Compró un buen repelente con aloe vera, para que a la vez humectara su piel, y que embadurnaba en su cuerpo blancuzco cada noche, así evitó las picaduras, pero no el molesto ruido al que finalmente termino por acostumbrase o amainar dejando el televisor prendido a todo volumen.

El haber perdido esta batalla hizo que cambiara de enemigos en su guerra contra los insectos. Volvió la mirada hacia el piso. Las hormigas que antes casi no notaba empezaron a ser su obsesión.

Todo empezó una noche en que tomó el vaso de Coca Cola que había dejado en su nochero y al dar el primer sorbo notó que en su boca había algo más que la gaseosa. Fue al baño, escupió en el lavamanos y vio a varias hormigas todavía vivas pataleando sobre la porcelana. Se lavó los dientes tres veces e hizo gárgaras con Listerine Mint. Volvió a su pieza, prendió la luz y vio como desde el vaso se desprendía una larga fila de estos laboriosos insectos que iban y venían. Sin explicarse cómo los que ya se iban llevaban microscópicas gotas del líquido azucarado, los que venían parecían hablar con sus compañeros que marchaban con la misión cumplida. Agarró el vaso, regó lo poco que quedaba y lo llenó de agua ahogando una buena cantidad de hormigas. Luego aplastó con sus dedos todas las que estaban sobre el nochero, siguió el recorrido de la fila y continuó con su masacre hasta rastrear que salían de un pequeño orificio en una esquina de su habitación. ¿De dónde saldrán? Se preguntó, satisfecho por la gran cantidad de bajas del enemigo.
Nunca obtuvo respuesta a esa pregunta, el hecho era que siempre aparecían. Cada vez que tardaba mucho en tomarse su infaltable Coca Cola, invadían el vaso, obligándolo a tirarlo.

Para que ya no se metieran en el vaso y arruinaran su bebida recurrió a un viejo truco que le dio su madre. Ponía el vaso en la mitad de un plato hondo lleno de agua, de esta forma quedaba protegido por una especie de fosa infranqueable. Era tal la avidez de las hormigas que muchas morían en el intento, Máximo reía al verlas flotando en el agua, inertes. Aunque resolvió el problema de la gaseosa que tomaba en cantidades para calmar la sed, lo que habían hecho los bichitos había despertado su sed de venganza. La guerra estaba declarada, toda la furia que no pudo descargar contra los zancudos se volcaría ahora por estos insectos que son el símbolo del trabajo duro y en equipo, algo con lo que tampoco se identificaba, le gustaba que los otros trabajaran para él. Una razón más para la lucha.

Todos los días era lo mismo. Apenas las veía comenzaba a aplastarlas. Pronto se dio cuenta de que era verdad aquello de que estos insectos vivían en una sociedad ordenada. A aquellas que dejaba medio muertas las recogían otras, las levantaban en vilo y se las llevaban tal como lo hacían con la comida, seguramente para tratar de curarlas. A las muertas las dejaban por más tiempo, tiradas sobre la mesita que era el campo de batalla, pero también se las llevaban. Alcanzó a imaginar un gran cementerio en algún rincón de su nido. Esta actitud solidaria que él no compartía por ser una muestra de compasión que no merecen los débiles le molestó más, decidió acabar con ellas a toda costa, ya no sólo lo molestaban con su presencia si no también con su comportamiento.

Recordó entonces sus efectivas técnicas pirómanas de la infancia y decidió recurrir a ellas, combinadas con otras que aprendió en sus lecturas de Sun Tzu, el famoso estratega chino, en especial la emboscada y el engaño. Ahora tenía una ventaja con la que no contaba cuando era niño. Como fumaba dos paquetes diarios de Marlboro siempre tenía a mano su finísimo Zippo dorado que duraba encendido más que los fósforos El Rey con que enfrentaba a las moscas. No hay pierde, pensó, dispuesto a poner en marcha su plan.

Al día siguiente, antes de salir a cenar, regó Coca Cola en su mesa de noche y en distintos puntos de su casa. También distribuyó azúcar, formando pequeños montoncitos por ahí, para él este era el señuelo perfecto y no se equivocó. Al volver vio una cantidad de hormigas que nunca antes había visto, ni cuando pisoteaba los hormigueros en sus paseos a tierra caliente. Los insectos pululaban formando manchas negras alrededor de las dulces trampas que había tendido. No perdió el tiempo y se puso manos a la obra, agarró su encendedor y lo graduó para que la llama fuera más potente e incinerar así la mayor cantidad de enemigos. El sonido crujiente que producían los cuerpos articulados mientras ardían le encantó a Máximo, al igual que el olor acre que despedían. Así fue montículo por montículo de azúcar, gota a gota de gaseosa, exterminando a todas las hormigas que trataban inútilmente de huir del feroz lanzallamas.

Después de unos tres cuartos de hora había recorrido con su arma mortal dos veces todas sus trampas, la primera exterminando, la segunda rematando, no quería dejar ninguna viva. Tras comprobar que entre las cientos, o quizás miles de hormigas, no había ni siquiera una que respirara, se fue a su cama king size, satisfecho, sintiéndose un gran triunfador y estratega. Soy un putas, fue lo último que pensó antes de caer en un sueño profundo.

Al día siguiente la gente de la oficina que dirigía, sus peleles, como él los llamaba, se sorprendieron de que Máximo no hubiera aparecido, ni siquiera llamado. No se preocuparon mucho, incluso se alegraron de que no hubiera ido, junto a sus gritos y su prepotencia. Sin embargo al tercer día de ausencia empezaron a preguntarse por la suerte del odiado jefe, se reunieron, hablaron entre si y decidieron avisar a la Policía.

Cuando los uniformados entraron forzando la puerta del apartamento, después de haber tocado el timbre en incontables oportunidades y de interrogar al portero que les informó que hace días no veía salir al doctor, no se explicaron los montoncitos de azúcar y las pequeñas manchas pegajosas que al probar notaron que eran de Coca Cola, “la chispa de la vida”, vida ausente del lugar donde no se oía ni volar un mosquito. Cuando entraron vieron el cuerpo obeso de Máximo tirado sobre la cama, como si durmiera plácidamente, no había signos de golpes o violencia, nada fuera de lo normal. Tampoco les dijo nada el informe de medicina legal, muerte natural por asfixia fue el dictamen oficial. Lo único raro que encontraron fueron algunas hormigas en sus vías respiratorias.





6 comentarios:

  1. heavy rock..mi amigo!!!!! me encanto

    ResponderEliminar
  2. fascinante, Tirso

    yo también he tenido esas hormigas en mis vías respiratorias

    un abrazo fuerte

    G

    ResponderEliminar
  3. primo. yo estare muy volado, muy enguevonado con el cuento de la oprecion y la sociedad pero en cierta parte el cuento lo pude relacionar mucho con cualquier sociedad, las moscas con fastidio qeu puede crear un sindicalista a un gobertante (de este pais).

    al final me gusta y me parece vacana la ironia del asunto.

    esta muy vacano el escrito y aunqeu yo salga fuera del contexto tal vez, da gans de volverlo a leer.
    suerte primo

    ResponderEliminar
  4. Sin discriminación mayor vida, menos angustia y guerras pérdidassss...bzbzbz

    ResponderEliminar
  5. Este no me encantó tanto como todos tus otros escritos, se la necesidad y origen del panfleto, (sobre todo por conocerte),no se que elemento fue, aunque amé a las hormigas, como que le diste una picardía "Quiroguiana" ;)
    ¡Aguante Latinoamerica!

    ResponderEliminar