martes, 2 de junio de 2015

MASOQUISMO PREMATURO

Foto tomada de: http://www.taringa.net/posts/noticias/14703829/Odontologa-loca-saca-dientes-a-su-ex-por-venganza.html

Reza un dicho popular que un amigo verdadero es el que te hace llorar con verdades y no reír con mentiras, pues bien, esto era precisamente lo que se había propuesto hacer el círculo más cercano a Martín como solución radical a una tusa que lo tenía muy mal. Ya se habían acostumbrado a sus crisis románticas cada cierto tiempo, pero esta vez las cosas parecían estarse pasando de la raya. Por eso decidieron reunir con la ayuda de un detective privado, pagado entre todos, las pruebas contundentes de la traición de Marcela, la causante de las actuales penurias, para presentárselas sin piedad a su amigo, para que de una vez por todas abriera los ojos.

 – No era necesario –dijo llorando el despechado que desde un principio de la relación había sospechado que su novia le ponía los cuernos mientras el se iba a estudiar cada semestre a Bogotá. Tenía sus dudas y por eso quería jugarse hasta sus últimas cartas, pero ver varios videos de su amada infraganti fue un golpe contundente. Ella bailando amacizada en una discoteca, tomando un café bien cogida de la mano, en restaurantes finos con tipos mayores. Todo esto sucedía mientras él la imaginaba juiciosa estudiando con sus amigas de la U, como le decía en sus llamadas. Puras mentiras. Lo que más le dolió fue ver como el ex de la susodicha seguía entrando a su apartamento a sus anchas, toda hora, como si fuera el propietario (de ella y del inmueble).

Una vez más, pensó, presintiendo la depresión que se le venía encima para dejarlo más abajo de lo que estaba.

No aprendía y al parecer nunca iba a aprender a pesar de los duros golpes que en vez de los onomatopéyicos ¡Pum!, ¡Zas!, ¡Crash! de los comics podrían representarse con nombre de mujeres, ¡Cris!, ¡Caro!, ¡Patri! y un largo etcétera, el de ahora ¡Marcela! era sólo uno más.  Sus relaciones afectivas siembre habían sido así, cargadas con una cuota de dolor que al parecer le gustaba. Un gusto presente desde que tenía memoria, incluso desde sus primeros amores platónicos.

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Las caras largas reinaban dentro del carro, en algunos de los rostros infantiles hasta se podía ver el asomo de una lágrima. Mientras tanto Martín sonreía plácidamente. Nadie, ni sus dos hermanas, ni sus tres primos, entendían el por qué. Menos cuando el destino inmediato del Nissan Patrol blanco, vehículo familiar de los Rivera, era el consultorio odontológico en donde los pequeños se someterían a la infaltable revisión anual. Las mentes de todos los chicos estaban en sus bocas, todos rogaban no tener ninguna caríe o al menos no tantas para así poder acortar el temido tratamiento.

Llegaron al sector del Parque Infantil por la calle 18, en donde quedaba el consultorio de la Dra. Julia Romero, lugar que para la comitiva de pequeños pacientes era comparable con un cuarto de torturas. La potente luz sobre sus caras, el instrumental compuesto por aparatos con extraños nombres y prominentes chuzos y sobre todo el sonido de la fresa hacían parte de sus peores pesadillas.

La cita obligada con la salud oral se cumplía cada año con un ritual que variaba muy poco, a excepción de los cambios inevitables asociados con el crecimiento de los pacientes. Llegaban siempre al mando de su abuela, la matrona de la familia que siempre se hacía cargo de los asuntos que requerían de autoridad férrea y el caso lo ameritaba ante la negativa reiterada de los nietos, excepto la de Martín quien desde los 12 años hasta se ofrecía como voluntario, cambio de actitud que sorprendió a todos pues antes era de los más reacios al encuentro con la higiene oral. Una vez en la sala de espera la abuela asignaba un orden que dependía del comportamiento de cada uno y se sentaba a bordar mientras la odontóloga hacía su trabajo, entre puntada y puntada esperaba los resultados. Los que no tenían nada y sólo tenían que hacerse una limpieza eran los mejor recompensados monetariamente por la abuela, pero nadie se iba con las manos vacías por el “sacrificio”, el monto de la recompensa bajaba de manera proporcional al número de caries de cada diagnóstico.

Martín antes de su cambio era de los que recibía más dinero, luego sucedía todo lo contrario, era como si no cuidara sus dientes a propósito y ni qué decir de sus encías. Sus tratamientos fueron haciéndose cada vez más largos y a juicio de los otros más dolorosos, sin embargo su sonrisa (no muy estética) era como una máscara permanente en esos periodos, se veía feliz y todos se extrañaban por su comportamiento. Sólo Martín sabía la verdad y se la supo guardar muy bien, tal vez ese fue un error, su silencio pudo haber marcado para siempre el sino en sus cuestiones de amor.

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Cuando entraba al consultorio de la Dra. Julia me sentía en el cielo, las paredes empapeladas de tonos azules y blancos ayudaban a hacerme esa idea en mi volátil mente. Lo primero que hacía después de cerrar la puerta y dejar atrás a mi abuela, mis hermanas y mis primos era contemplar a la mujer que solo podía tener cerca una vez al año y aspiraba profundamente ese olor aséptico que siempre asociaba con ella. Hasta ahora, cuando voy a un hospital o a una clínica que tienen aromas similares de forma involuntaria vienen a mi cabeza sus recuerdos.

Era una mujer muy bonita, cuando era niño para mí la más bonita que había visto y la primera de la que me enamoré. Era delgada pero con un cuerpo bien formado que se notaba debajo de su pulcro delantal blanco, tenía una nariz fina, recta, poco común en tiempos en que la rinoplastia no estaba a la orden del día, labios delgados en una boca alargada que le permitía lucir un gesto alegre todo el tiempo. Nunca pude descifrar su tono de piel, la luz directa sobre mis ojos hacía imposible verla bien, los colores cambiaban y a veces la veía como a través de un caleidoscopio en blanco y negro. Cuando se acercaba demasiado por alguna razón del tratamiento podía sentir sus senos en cada respiración y eso era para mí era recompensa suficiente. A veces cogía confianza u osadía, no sé como definirlo y movía la mano derecha hacia ella intentando rozar sus piernas que quedaban a unos 15 centímetros cuando subía la altura de la silla.  Lo que más me gustaba eran sus manos, sus dedos para ser más precisos, eran perfectos para su profesión, largos y delgados. Me gustaba mucho sentir como los introducía dentro de mi boca, abierta por su solicitud hasta al punto límite para que se desencaje la mandíbula, y los movía hábilmente, con mucha delicadeza, tratando de curarme pero causando dolor en el proceso, el menor dolor posible pero dolor al fin y al cabo, cuando me aplicaba anestesia ese dolor solo se aplazaba, a veces yo le pedía que no me inyectara, que usara solo xilocaína  y soportaba con todas mis fuerzas para que ella viera que en su silla de dentista no estaba un niño sino un hombre valiente. Creo que nunca lo notó.

Un año nos sorprendimos al llegar al consultorio y ver que estaba cerrado a pesar de que mi abuela había pedido cita una semana atrás. Mis hermanas y mis primos brincaban de una banca a otra dentro del Nissan sin ocultar su felicidad mientras yo lloraba en silencio en el puesto de adelante. Luego nos enteramos que había tenido que partir de un momento a otro, huyendo de las amenazas de la guerrilla que habían intentado secuestrar a su esposo y a una de sus hijas.


Nunca más la vi pero creo que nunca la voy a poder olvidar, con ella aprendí que por más de que las intenciones sean las mejores el amor siempre duele y por supuesto, lo importante de usar correctamente la seda dental.

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