"Ojos en Carnaval" Miriam Outeiro |
Era un viaje de trabajo como
tantos otros, sin embargo días antes de la partida estaba un tanto ansioso. La
sede del Congreso al que asistiría sería Medellín, ciudad en dónde había vivido
por casi una década y donde tendría algunos reencuentros esperados y algunos
encuentros que nunca había imaginado, pero que ya se estaban planeando.
Había publicado en Facebook
que asistiría a un evento académico en Medellín y que me gustaría ver a algunos
de mis amigos y viejos compañeros. Las respuestas no se hicieron esperar. Los
parceros de siempre. Samuel invitándome a su casa en Santa Elena a tomar unas
cervezas como lo hacíamos antes y a recordar nuestras expediciones a bordo de
la Vespa por el barrio Antioquia; Catalina, la amiga de siempre para ir a tirar
paso en el Eslabón Prendido y después a comer unas buenas quesadillas por el
lado del Parque del Periodista, mejor conocido en los bajos fondos como el
Guanábano; Tavo que ahora se dedicaba de tiempo completo a la música me enviaba
las coordenadas del próximo toque de Neoplatonics, su banda, que felizmente coincidía
con mi estancia en la ciudad de la eterna primavera. Uno que otro ex
condiscípulo también escribió saludando, pero sin nada en concreto, más como
por cumplir las normas de la cortesía paisa que por tener verdaderas ganas de
un encuentro.
Recibí los mensajes
esperados. Los necesarios para programar una agenda social alternativa y
paralela a las conferencias del congreso.
Hubo un solo mensaje que me
causó sorpresa. Era de Sara Marín, una chica simpática de la Bolivariana que
estaba un par de semestres por debajo y con la que nunca tuvimos mucho contacto
en tiempos de la universidad. Después de graduarnos nos habíamos encontrado una
noche en Buenos Aires cuando estaba haciendo mi maestría por allá en el año
2008. Ella había ido en plan de turismo y me había escrito pidiendo alguna
orientación, quedamos en encontrarnos para ir a cenar y darle todas las
recomendaciones e indicaciones del caso para una buena estancia en la ciudad de
la furia. Nos encontramos un viernes a eso de las diez de la noche en su hotel,
cerca de la Calle Florida, caminamos por Puerto Madero hasta Siga la Vaca, una
parrilla libre muy de moda entre los turistas colombianos, encantados con la
posibilidad de comer sin límites. La bebida también era abundante, una botella
de vino por comensal. Así entre corte y corte de carne, entre charla y charla
sobre los innumerables planes posibles en la metropolí suramericana y entre
brindis y brindis se fue pasando el tiempo. Los ojos de Sara daban señas de un
estado entre el sueño y el alicoramiento. Al percatarme traté de dar fin a la
velada. – tomemos un taxi, sugerí. – ¡Ay no seas aburrido! respondió con su
típica tonadita antioqueña. Miré el reloj, apenas la 1:10, recordé el after office de Museum, y pensé que era
un buen plan para cerrar este encuentro de compatriotas, además estábamos cerca
de San Telmo donde se ubicaba la discoteca,
Al llegar al popular boliche
no pudo disimular su asombro ante la majestuosidad del lugar. No podía creer
que esta hermosa construcción, diseño del señor Eiffel, el mismo de la torre de
París, estuviera dedicada a un no tan sano esparcimiento. Tres enormes pisos
con varias pistas en las que sonaba música para todos los gustos, electrónica,
rock and roll, el inevitable reguetón y la hedionda pero pegajosa cumbia
villera animaban a los más de mil asistentes. Al momento de ordenar Sara
extrañó no poder pedir una mediecita de guaro, sentimiento que fue mutuo. Nos
conformamos con varios speed con
vodka, bomba explosiva que vendían en todos los antros de Buenos Aires. Todas
las circunstancias apuntaban hacia un mismo lado: la cama, situación que yo
quería evitar. No estaba entre mis planes ni entre mis deseos engañar a mi
novia de entonces (mi esposa de hoy) con
alguien que sabía que no pasaría de ser una aventura de unas horas causada en
gran parte por el efecto de las bebidas espirituosas. Al fin y al cabo,
reflexioné en medio del bullicio, nos conocíamos hace rato y nunca de ninguna
de las partes hubo muestras de desear algún tipo de acercamiento, así que
argumentando estar muy mareado la saqué del sitio a pesar de sus negativas, la
dejé en el hotel y en el mismo taxi me fui para mi mini-departamento de Plaza
Salguero.
No la volví a ver. Nos
hablamos por teléfono durante su viaje durante los primeros dos días en los que
saqué todo mi inventario de excusas para no encontrarnos. Luego ya no llamó.
Por las fotos que publicó en Facebook pude ver que pronto había encontrado un
nuevo guía, un argentinito cari lindo con el que pasó todo el resto de su
experiencia porteña. Confieso que hasta me dieron un poco de celos. – Ese podía
haber sido yo si hubiera querido, pensé. Sin embargo estos sentimientos
absurdos se esfumaban por completo cada vez que me conectaba a Skype y podía
ver de frente a los ojos, a través de la pantalla, a Natalia, hablar con ella
sin tener el peso de ninguna culpa sobre mí.
Yo ya me había olvidado de
ese capítulo que hoy volvió a mi memoria como una película a causa del inesperado
mensaje de Sara Marín. - “Hola, ¿quieres saber de lo que te perdiste en
Argentina? Me escribes si tienes tiempo cuando estés en Medellín”, un mensaje
que me pareció claro y directo, fui consciente de que si contestaba ese mensaje
de cierta forma comenzaba a fraguar un plan para engañar a mi mujer, una idea
que hasta ese momento ni siquiera se me había atravesado.
Sentí curiosidad y fui
rápidamente a su página de perfil. En la foto salía sonriendo feliz, abrazada
sobre a una hamaca con un hombre que aparentaba su misma edad, unos 33. Tras
una rápida exploración por sus álbumes pude ver que el sujeto en cuestión era
su esposo y que hacía una semana habían estado celebrando su primer
aniversario. El muro de Sara era un mosaico de meloserías y demostraciones
virtuales de amor para su marido. Qué manera de saber mentir, me dije, sentí
pena por él. - Apenas un año de casados y ya buscando con quién acostarse,
pronuncié con algo de rabia en voz alta, como hablándole a un interlocutor
imaginario del que esperaba alguna respuesta. Y la respuesta vino en forma de
interrogación: ¿Si así es al año, te imaginas en tu caso que ya llevas seis de
matrimonio? Esas palabras inaudibles quedaron retumbando en mí. Nunca me había
puesto a pensar en eso. Evité volver a las paranoias que antes me habían traído
algunos problemas con Natalia y preferí ser racional. No me imaginaba a mi esposa
en esas, la relación estaba estable desde el nacimiento de nuestras niñas. Sí,
no me iba a venir a enredar la cabeza por esto que estaba pasando. El cornudo
era él, no yo.
Un par de días después mientras
me tomaba el café de la mañana en la oficina, sin pensarlo mucho respondí el
mensaje de Sarita Marín. – ¿De qué me perdí? tecleé desde el celular. Ese día
no hubo ninguna contestación, lo que admito hasta me alegró porque era ponerle
fin a la tentación, sin embargo su respuesta llegó a la mañana siguiente, bien
tempranito, tanto que el sonido del celular despertó a Natalia a quien tuve que
inventarle cualquier cosa para justificar un mensaje “de trabajo” a las 5:35 A.M.. El mensaje carecía de
palabras. Era una serie de selfies de
Sara en el baño, desnuda, duchándose, acariciándose, primeros planos de sus
tetas, sus pezones rosados, su culo, en fin, para que seguir y arriesgarme a la
censura. El engaño estaba consumado.
Llegó el día del viaje.
Natalia me llevó hasta Chachagüi y durante esos 40 minutos cruzamos los dedos
para que el aeropuerto Antonio Nariño esté operando y recordamos las tantas
veces que el avión no había podido aterrizar en Pasto y por eso habíamos
perdido en varias ocasiones algunos días de clase, yo en Medellín y ella en
Bogotá, o cuantas veces nos tocó dormir en Cali en dónde hacía escala o
terminar el viaje aéreo a bordo de una flamante Transipiales. Me reí mucho con
mi esposa, tanto como cuando estaba con mis amigotes. Afortunadamente el vuelo
salió conforme al itinerario previsto. Nos despedimos con un beso en la boca,
inocente, como el que se dio el actor de Mi Pobre Angelito y una niña muy
bonita en una lata que se llamaba Mi Primer Beso, cosa de niños.
"Love" Leonid Afremov |
La agenda planeada para la
estadía en Medellín se cumplió al pie de la letra. No sucedió en este orden,
pero desde los primeros años de primaria en el colegio Filipense, en donde
estudiamos con Natalia, aprendí la propiedad conmutativa que reza que el orden
de los factores no altera el resultado, o algo así. Asistí a todas las
conferencias que debía asistir, la responsabilidad ante todo. Me fui con la
Cata para el Eslabón y bailamos como nunca, o mejor, como siempre. Para coger
fuerzas enchiladas dobles con los deliciosos ajíes de maracuyá, tomate de árbol
o uvilla únicos en el país (valga la cuña). Estuve en el concierto de
Neoplatonics, escena del crimen planeada entre Sara y yo para nuestro
encuentro. Plan perfecto. Sara le había dicho a su amado esposo – Lindo,
imagínate que un compañero pastuso de la U vino y varios compañeros (ese varios
en realidad éramos dos) nos vamos a
encontrar en el concierto del grupo de Gustavo, el loquito que te presenté la
otra vez (ya era medio famoso). Sin entrar en tanto detalle, mientras tocaban
nosotros sin mediar palabra estábamos envueltos en un beso apasionado, de manera
natural salimos y nos fuimos un buen rato para la casa de Tavo en Carlos E
Restrepo que estaba muy cerca. No sé si
valió la pena, no fue nada del otro mundo, lo mismo que había presentido
años atrás en Buenos Aires.
Además de este encuentro, lo
único raro en este viaje fueron las pocas llamadas de Natalia, ella que puede
catalogarse como una mujer intensa a la que siempre le gusta estar marcando
terreno. Pero pensándolo bien eso ya había sucedido en los últimos dos viajes.
Sólo ahora me daba cuenta de ese detalle, seguramente porque ahora andaba
pendiente del teléfono, con sentimiento de culpa temía que una de esas llamadas
ocurriera en pleno encuentro con Sara.
Una media hora antes del
cierre del bar en donde tocaba Tavo volvimos al lugar. Cuando llegó a recogerla
el pobre marido a las tres de la mañana como habían acordado ni siquiera
sospechó que el sujeto que le presentaba Sara como su “mejor amigo” de la
universidad se la acababa de comer. Incluso amablemente se ofreció a llevarme hasta
el hotel, lo cual acepté con gusto y con algo de morbo. Tras las presentaciones
de rigor nos dirigimos a un viejo auto en el que preferí viajar callado, exagerando
un poco, me excusé en un estado de embriaguez inexistente. No quería participar
en esta escena en la que quiéralo o no yo era un protagonista invisible. Me
hice el dormido mientras oía la conversación de la pareja. - Tienes algo raro
en tus ojos Amor, en la mirada, dijo el marido. -Seguro es por tanto humo de
cigarrillo en ese chuzo corazón, contestó Sara. Esa noche me dejaron en el
hotel, me despedí como si fuéramos los mejores amigos de la vida y me largué a
mi cuarto, por más que traté no pude dormir bien.
Afortunadamente el día
siguiente el clima sonrió y el aeropuerto Antonio Nariño operó normalmente y
pude volver a la casita. Mientras esperaba el equipaje vi a mi esposa
esperándome puntual al otro lado de la puerta de vidrio y me sentí mal,
culpable. Igual al salir del terminal aéreo la abracé, la besé, otra vez con el
estilo inocente de Macaulay Culkin y le entregué los regalos que le había
comprado en el aeropuerto José María Córdoba tratando de compensar materialmente
mi error. Subí las maletas al baúl y me senté en el puesto del copiloto para
emprender el viaje a Pasto dispuesto a ponerme al día con los chismes locales y
a entablar una buena charla con mi mujer, como las de siempre. Prendí un Piel Roja
y ella un Marlboro Ice al tiempo de poner el motor en marcha, al momento de
compartir el fuego del encendedor nuestros ojos se cruzaron. Su mirada era
rara, no sé cómo sería la mía, si reflejaría esa culpa con la que cargaba, su
mirada me trajo a la mente un flash back, era la misma de Sara Marín
después de nuestro encuentro.
- ¿Qué te pasa negrita? Le
pregunté, te veo rara, ¿estás enferma?, tienes algo diferente en los ojos.
- Uy sí, contestó de afán como
queriendo evadir el tema, - los siento un poco irritados, es que el humo de
esos puchos tuyos (los mismos que había fumado desde que nos conocíamos) es muy
fuerte, dijo mientras sintonizaba en la radio La W para oír noticias y ponerle
así fin a la conversación.
Un silencio incómodo, a
pesar de la voz de Julito, reinó durante todo el trayecto hasta nuestro
“hogar”.
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