“Nos queríamos con amor prematuro, con la violencia que a menudo destruye vidas adultas”
VLADIMIR NABOKOV
(Lolita)
Hacía poco tiempo que había vuelto a vivir en Pasto después de casi 20 años de ausencia. Hasta ahora lo que más me había gustado de volver a mi ciudad natal, además de estar de nuevo cerca a mi familia y del buen cargo público que me ellos me habían palanqueado, era el lugar donde vivía: un apartamento en pleno centro histórico, en el tercer piso de una gran casona que había sido reformada y cuya restauración había merecido un Premio Nacional de Arquitectura, a una cuadra de la Plaza de Nariño, entre las iglesias de San Juan y de la Catedral, cuyas campanas eran un potente despertador para mi.
Cuando yo era niño esa era una calle normal, excepto por el hermoso arco bajo el cual circulaban los carros y que ahora hacía las veces de portal de un pasaje peatonal. Esa nueva condición de la vía había sido aprovechada desde años atrás por una tribu urbana errante muy especial: Los Hippies. Ése era su espacio en Pasto ahora y ahí vivía yo. En el Pasaje Corazón de Jesús, pasaje de mi corazón, donde viví importantes pasajes de mi vida.
Aparte del pelo largo, las pintas raras y el gusto por la marihuana, los hippies de ahora poco o nada tienen que ver con el movimiento de Paz y Amor que surgió en los sesenta, aunque no falte el nostálgico que persiste en esa onda. La mayoría de los del parche del Pasaje eran soñadores que querían recorrer el mundo sintiéndose libres, viviendo de la venta de collares, anillos, aretes, cueritos, pipas y un variopinto inventario de productos que algunos (los artesanos) fabricaban y otros (los cacharreros) solamente revendían. Ustedes seguro los han visto, están en toda ciudad que se precie de serlo.
De tanto entrar y salir de mi casa por el Pasaje ya me había familiarizado con el grupo. A todos los saludaba, a muchos los conocía por el nombre (o mejor, por el apodo) y de algunos ya me consideraba amigo, sobre todo de los que eran de base, no de la población flotante que abundaba pero que no tardaba más de tres días en emigrar. Mi mejor amigo entre los hippies era Álvaro Miranda, mejor conocido como el Cuy Cobain, un man que había conocido un montón de años atrás en una Pascua Juvenil en el Colegio Champagnat de Ipiales de donde era oriundo y de donde se había tenido que ir porque por allá no había hippies y poco gustaban de ellos.
El apodo se lo había puesto él mismo. El Cuy Cobain se juraba igualito a la depresiva estrella del depresivo grunge. Hacía su mayor esfuerzo para parecerse, llevaba el pelo y se dejaba la barba al estilo del vocalista de Nirvana. Yo solamente lograba ver algunos aires después de fumarnos dos o tres baretos, igual, lo importante era que él se lo creyera. En lo que no se parecían en nada era en el carácter, el Cuy andaba siempre sonriente, era un gran conversador y un buen consejero. Era un buen tipo. Por eso no fueron raras las veladas y las desveladas bebiendo brandy y fumando porro, hablando de todo un poco, de la vida.
Empezábamos siempre con otra gente del parche en una de las bancas del Pasaje que se convertía en una animada sala a la que censuraban con sus miradas y comentarios los transeúntes del céntrico sector. “Ahí están esos marihuaneros metiendo vicio”, “Ya no se puede ni caminar por aquí”, “Toca echarles la Policía”, recitaba el coro de la buena sociedad pastusa. En mi caso particular los versos eran otros: “Ahí está el de Comunicaciones del Instituto bebiendo con esos hippies”, “Velo el hijo del Dr. Tirso en esas fachas y en esas compañías”, “Pobrecita la Socorrito… con ése hijo”. Por eso, pero sobre todo por el frío, yo prefería entrar rápido a mi casa con dos o tres personas más que seleccionaba el Cuy Cobain (las damas tenían prioridad) para seguir con la movida. Nunca se sabia en qué iban a terminar esas noches, pero nunca terminaban mal, por lo menos no hubo muertos, heridos, infecciones o embarazos que lamentar.
El año se fue de una. Ya era 31 de diciembre, el último día. Volvía al apartamento a eso de las 10 y media de la noche, después de una sobria y elegante cena en la casa de mi hermana. Llevaba una botella de brandy Domecq bajo del brazo, quería recibir el año nuevo borracho hasta las guevas. Para mi familia, desde que a la aorta de mi papá se le ocurrió estallarse por un aneurisma un 21 de diciembre cuando yo tenía 14 años, las Novenas, la Navidad y toda clase de celebración en estas fechas no existen, así de sencillo.
Apenas me bajé del taxi vi que el Pasaje no estaba solo. Al dar unos pasos vi que en una de las bancas dormitaban dos bultos, uno muy apegado al otro, se abrazaban para darse calor. Al acercarme más vi que eran dos personas pero tres seres vivos: una joven embarazada que rondaba los 27 y una niña veinte años menor, su hija, sin duda.
-Hola - saludé sin subir mucho la voz para no asustarlas.
-Hola, buenas noches -me respondió la mujer nerviosa, con una respiración agitada que se fue normalizando al reconocerme. -Ah es el amigo del Cuy Cobain -dijo ya totalmente calmada y con una hermosa sonrisa de enormes dientes.
Yo también la había reconocido, hacía parte de la población flotante del parche, por eso no sabía su nombre. La había visto desde hace unos días con su hija y con un rasta que no me daba buena espina. Me había llamado la atención por dos cosas: por su enorme barriga de embarazada de más de seis meses que no le restaba sensualidad y sobre todo por la niña, una criatura muy hermosa, blanca, con una larga cabellera rubia y ondulada que cubría toda su espalda, tenía ojos azules y una nariz muy fina, parecía una muñeca de porcelana.
-Sé que no debo interrumpir a los adultos -dijo de un momento a otro la porcelana que castañeaba sus dientes. -Pero tengo mucho frío.
De inmediato las invité a pasar al apartamento, al fin y al cabo había espacio suficiente y yo estaba solo, como siempre.
Les mostré el cuarto donde podían acomodarse y guardar sus cosas. Mientras lo hacían me fui a la sala y destapé la botella de brandy, serví dos copas hasta el borde y aunque sabía que ella no debía tomar en su estado apenas salió del cuarto se la ofrecí. Dejé que ella tomará la decisión.
-Para el frío -dijo levantando decidida una de las copas aunque dejó la mitad.
-Por el año nuevo -brindé vaciando mi copa de un solo empujón. Fondo blanco.
-Ah de verdad, ni me había acordado que era 31 con todo ese problema que me armó Farid por sus celos, por andar basuquiado, por meter esa mierda, ese escándalo que hizo en el hotel sacándonos a la calle con la mochila y todo. Malparido. -vociferaba mientras hacía un repaso de los sucesos nada agradables de las ultimas horas. Se agarró la cara a dos manos y lloró un poco más de un minuto, luego se calmó y volvió a sonreír. -Pero que hijueputa mañana empieza otro año y año nuevo vida nueva dicen por ahí. ¡Salud! -exclamó y se terminó la copa.
Así fue transcurriendo la noche. Entre trago y trago nos contamos nuestras vidas resumidas. Cuando terminamos la primera botella, gracias al alcohol y a la información compartida parecíamos parceros de siempre. A las 12 nos abrazamos, nos deseamos mutuamente el “Feliz Año”, se nos ocurrió asomarnos por el balcón a ver si veíamos gente dando la vuelta a la manzana con una maleta para burlarnos de ellos o insultarnos, lo que nos naciera (cosas de borrachos) pero ese centro estaba solo, sólo se oía el ruido de la pólvora de los años viejos explotando por toda la ciudad y el eco de los equipos de sonido de quienes celebraban en sus casas.
Mientras tanto la Muñeca jugaba con sus muñecas, se asomaba a raticos, revoloteaba por ahí y volvía a su mundo lúdico, un poco después del estruendo de la media noche ya se había quedado dormida sin que nos diéramos cuenta.
Nosotros ya habíamos pasado a otros jugueticos. Como no había más brandy rematamos con los restos de vino, guaro, ron y todo líquido con contenido etílico que había en la casa, compartimos unos cuantos porros y a eso de las 3 de la mañana ya estábamos fundidos. Oía entre nebulosas que Catalina (así se llamaba) me decía que me acostará en mi cama pero yo no fui capaz. Ese año nuevo amanecí en el sofá. Ella sí había hecho las cosas bien y se había acostado en la cama, de ladito junto a su hija Luna, cuidándose de acomodar bien la panza en la que dormía, seguramente tan ebrio como su madre, el bebé que estaba por nacer.
Me levanté cerca del medio día y sentí en el apartamento una atmósfera diferente. Todo estaba limpio, Catalina había recogido todo y no sólo eso, había hecho desayuno y puesto atrapasueños y mandalas como decoración entre y sobre los estantes de mi biblioteca. Luna había hecho un dibujo de mi en el que salía con las gafas torcidas y la barba descuidada, ese fue el primero de muchos que me regaló, todavía debe estar por ahí, creo que lo guardé en un libro de Vargas Llosa: Travesuras de la Niña Mala.
Esa tarde, como acostumbran cientos de familias pastusas el primer día de cada año, nos fuimos para la laguna de la Cocha. Comimos trucha, paseamos en lancha alrededor de La Corota, nos tomamos unos hervidos para el frío y yo me metí mi chapuzón acostumbrado. Ella también se metió. Los indígenas consideran el lugar como una fuente de energía y los dos la necesitábamos. Nadaba de espaldas dejando flotar su panza que sobresalía del agua como si otra isla le hubiera nacido a la ancestral laguna.
Llegamos tarde a la casa, cansados pero contentos, al menos eso decían nuestras sonrisas. La de los pequeños dientes blanquísimos de Luna, la de los enormes dientes amarillos de fumadora de Catalina y la mía de dientes desgastados al extremo por el bruxismo.
Esa noche nos fuimos a acostar temprano. Antes de irse a dormir Luna me dio otro dibujo en el que una familia se comía una trucha del tamaño de una Ballena, ese lo debo tener guardado en El Viejo y el Mar del viejo Hemingway.
Estaba leyendo cualquier cosa para quedarme dormido cuando sentí que tocaban mi puerta. No podría ser otra que Catalina.
-Sigue, está abierto -grité desde mi cama, sin saber bien si me refería a la puerta o a mi corazón.
-Solo quiero darte las gracias por anoche y por este día -dijo mientras entraba a mi cuarto y se acomodaba a un lado de mi cama.
Yo no había pensado nada, pero en ese momento me acerqué instintivamente a ella y la besé. Fue un beso delicioso, nuestras lenguas se entendieron tan bien como nosotros hablando la noche anterior. A mi se me paró de inmediato, pero algo me frenaba, no sabía como me iba a comer a Catalina, nunca había estado con una embarazada, me preocupaba que la penetración pudiera dañar a la criatura, por eso preferí parar.
-Siéntate en esa silla -ordenó Catalina señalando la silla de oficina del escritorio donde estaba mi computador portátil, y yo obedecí. Hizo rodar la silla hasta el frente de ella que permanecía sentada en la cama, me bajó los pantalones de la pijama, me agarró la verga y me empezó a pajear como si estuviera moldeando arcilla, como si estuviera creando una artesanía exótica o mejor, erótica. No tardé mucho en venirme y en ese momento acercó su cara y su boca para recibir toda la leche mientras me veía a los ojos con con sus bonitos ojos verdes, que a ratos de volvían viscos por la excitación. Mi cuerpo quedó dando temblores involuntarios por algunos segundos más. Ella sonrío satisfecha y se despidió con un piquito inocente y con una alta dosis de malicia en su mirada clara.
El día siguiente era el último hábil antes de Carnavales de Negros y Blancos y tenía que trabajar, sin embargo me inventé cualquier excusa para no ir y poder llevar a Luna al desfile del Carnavalito que pasaba por los lados del Parque Bolívar. Mientras tanto Catalina se había quedado en la casa, esperándonos. La niña se gozó todo, el desfile de las carrocitas, de las comparsas y las murgas, pero sobre todo el juego de talco y cosmético con otros guaguas que no había visto nunca antes.
Cuando volvimos Luna se asustó de repente y me dijo que había visto al rasta Farid (quien no era su papá, pero sí era el papá del otro bebé) agazapado en la esquina del Éxito, echando ojo para la casa, lo que no me cuadró para nada. Yo no le dije nada de eso a la mamá, pero me quedó sonando.
Esa noche antes de irse a acostar Luna me regaló un dibujo en el que aparecía ella con la cara pintada con el único diseño que mi torpeza manual me dejó hacerle ese día: unas gafas, un bigote y unas largas patillas. El mismo que siempre nos dibujaba mi papá a mis hermanas y a mi. Ese bonito obsequio, uno de los últimos, debe reposar entre las páginas de El Olvido Que Seremos de Héctor Abad.
Catalina dijo que había aprovechado el tiempo escogiendo unas películas entre el montón de DVDs piratas que tengo regados en los cajones para que las viéramos en la noche, pero todos sabemos en qué acaban los planes de ver películas. Además había liado una buena cantidad de porros que fumamos desde antes de cenar para que se nos abriera el apetito. La primera vez que la vi fumar hierba delante de la niña me sorprendió y hasta me molestó, pero yo no era nadie para decirle como educar a su hija, ella decía que Luna tenía que verlo como algo natural, pero yo evitaba hacerlo. No habían pasado ni los primeros 10 minutos de Taxi Driver, la primera película de la selección fílmica de Catalina cuando ya estábamos sin ropa, enfrascados en una caliente batalla de besos y caricias. Cada vez que quería sentir con mi verga el sexo de Catalina era imposible, la única forma en que podíamos hacerlo era desde atrás y así lo hicimos. Ella se volteó y me dio la espalda, desde esa posición yo no le veía la panza, pero sí podía acariciársela, al igual que a sus tetas que tenían la piel tensa, con los pezones y las areolas oscuras, preparándose para su función de lactar. Poco a poco le fui insertando, centímetro a centímetro todo mi pene, suave, procuraba no moverme mucho pero la que se movía y con ritmos cada vez más acelerados era ella, tomé esto como una señal de que no le estaba haciendo ningún daño si no todo lo contrario y también me dejé llevar. Me corrí la primera vez dentro de su cuca (no había ni el más mínimo riesgo de un embarazo) lo que también provocó en ella uno de tantos orgasmos. A pesar de tener que hacerlo siempre en la misma pose lo repetimos como 4 veces sin que fuera algo monótono. Tiramos hasta quedarnos dormidos sin volvernos a vestir y así nos encontró Luna a primera hora del día siguiente. -“Buenos días” -se limitó a decir como si todo fuera natural.
Entre rumba y rumba pasaron esos primeros días del año que en Pasto son sinónimo de Carnaval. Salimos juntos a ver los desfiles, fuimos a ver las mejores orquestas a los tablados, bebimos en las casetas y en todo lado, bebimos y bebimos, nos emborrachamos tanto que de solo acordarme me duele el hígado. Pero dejando a un lado el componente etílico esos días fuimos una familia, experimenté lo que se siente y fui feliz durante esos días de juegos inocentes con la niña y esas noches de juegos lujuriosos con la mamá.
Después del 7 de enero las cosas empezaban a normalizarse y la ciudad recuperaba su ritmo habitual. Yo ya tenía que ir a la oficina aunque el guayabo me mataba, pero por lo menos tenía que hacer acto de presencia. Me tomé dos Alka-Seltzers y un Gatorade, me bañé con agua fría, me vestí medio decente, me despedí con un beso de Catalina que todavía dormía en mi cama, pasé por el cuarto de Luna que también seguía dormida, la bese en la frente y le di la bendición y salí para la oficina en donde pasé uno de los peores días de mi vida con temblores continuos en todo el cuerpo y sudando a ríos los mares de licor que me había tomado los días pasados. Y eso que no había llegado lo peor.
Cuando volví pasadas las seis de la tarde a casa saludé en voz alta pero nadie contestó. No le di importancia a la vaina pensando que habrían salido por ahí a comprar algo para comer. Le marqué al celular pero estaba apagado, ahí me entró una sospecha con la fuerza de una convicción. Fui hasta la pieza que ahora era solo de la niña y abrí el armario, estaba completamente vacío. Se había ido llevándose a mi niña y ni siquiera había dejado que nos despidiéramos. Fui después hasta mi cuarto y noté a primera vista que faltaba mi portátil, también se llevó mi sleeping, una mochila y una chaqueta.
El único que supo todo este cuento fue el Cuy Cobain quien me acompañó en mi dolor junto al buen Domecq, con Nirvana de fondo y siempre son sus frases sabias: “Hermano más se perdió en el diluvio, las viejas son así, jodidas, toca aguantar y seguir pa´lante, que más hay”.
Nunca puse una denuncia. Ni siquiera la busqué. Aunque hasta ahora cada que me topo un parche hippie, cualquiera sea la ciudad aguzo muy bien el ojo para ver si la veo, no a Catalina, que al fin y al cabo fue sólo una mujer más, si no a Luna, a la Muñeca.
¿Qué sería de su vida? Ojalá nada haya roto su delicado material.