jueves, 14 de abril de 2016

NO HAY LEY QUE VALGA


- Buenos días doctor. – exclamó tímidamente una escuálida y cabizbaja mujer desde el otro lado del escritorio, que junto a una vieja biblioteca era lo único que ocupaba la oficina.

- Buenos días. – respondió nervioso Justo, un joven abogado recién egresado, mientras arreglaba el nudo de su corbata, que por las extrañas y repetitivas contorsiones del cuello parecía incomodarle cantidades.

La ocasión ameritaba la elegancia. Ese día abría su oficina, tenía su primera consulta, su primera experiencia práctica con el derecho tras cinco años de memorizar montañas de leyes, decretos y sentencias.

Sin perder el tiempo, Justo le pidió a su primera cliente que tomara asiento para que lo empapara de los pormenores del asunto. Con oír unas cuantas frases, el novel jurista supo que estaba frente a un caso de derecho de familia. “Una típica separación de cuerpos y bienes y un posterior divorcio argumentando abandono del hogar del cónyuge, violencia intrafamiliar e infidelidad”, pensó Justo, remitiéndose mentalmente a sus aulas de clase. Mientras tanto Rocío, como se llamaba la cliente, seguía destapando como si estuviera ante un sicoterapeuta o un confesor, los más íntimos y penosos detalles de su vida familiar y las aventuras de Chucho, su marido, un maestro de obra con una vida sexual que envidiaría hasta el Marqués de Sade.

La biografía oral de Rocío era constantemente interrumpida por el legista quien, para demostrar su erudición, citaba normas y teorías que, según él, se aplicaban perfectamente a los hechos narrados.

- Eso es precisamente lo que regula el segundo inciso del parágrafo 13 del artículo 120 de la ley de divorcio sobre el incumplimiento de las obligaciones paterno-conyugales. -Decía Justo con tono de suficiencia- ante lo que la mujer, que a duras penas había podido cursar su primaria en la escuela de su pueblo, se limitaba a responder: – claro doctor, disimulando tras estas dos palabras una total incomprensión. “El debe saber lo que dice, al fin y al cabo es estudiado que me voy a poner a contradecirlo”, se dijo Rocío, quien al fin y al cabo siempre había hecho lo que le decían los demás.

Desde niña había tenido que obedecer, a los 14 empezó a trabajar en casas de familia, ahora lavaba la ropa de otros. Siempre sumisa a las órdenes, excepto cuando le prohibieron ennoviarse con Chucho. De aquel acto de rebeldía dan fe tres hijos. Ya van doce años desde la noche en que -a escondidas- trasteó su chécheres para la pieza polvorienta que sería su hogar, un salón con un baño en una esquina y una improvisada cocineta en la otra, único patrimonio de quien desde ese momento fue su marido. “Nos casó la vida y no un cura” argumentaba Chucho como razón suficiente para justificar sus irresponsabilidades.

La conferencia se prolongó casi una hora. Siempre igual: la mujer en su catarsis sentimental, alternando con la verborrea legalista del abogado. Cada episodio de la tragedia de Rocío se convertía de inmediato en un problema jurídico que ameritaba acudir a los códigos y textos que reposaban en la biblioteca como en un altar. “Sin separarnos duramos como 8 años, sin pelear” -recordaba la cliente, “unión marital de hecho” –traducía el abogado - “no me pasa nada para los niños” - “inasistencia alimentaria” –decía el letrado.

Así sucesivamente, surgieron términos que Rocío nunca imaginó aplicables a su caso. Ese día se enteró que su vida era una rica fuente casuística del derecho. Aunque estaban en el mismo recinto y defendiendo iguales intereses, algo los distanciaba, cada uno andaba en lo suyo. Como si el dulzón olor a loción barata del jurista y el aroma a detergente de lavanda que ya era natural en Rocío, formaran dos atmósferas distintas e infranqueables.

Por fin terminó la entrevista. Al revisar sus apuntes y algunos de los libros abiertos sobre el escritorio Justo sonrió, como quién apuesta en un juego de cartas con la certeza de tener un as bajo la manga. Estaba confiado, satisfecho, ya no le molestaba la corbata, curiosamente su confort aumentaba cada vez que Rocío se dirigía a él como doctor. Sentía que ese tratamiento era más que merecido.

- Esto no está tan difícil –concluyó, poniéndose de pie y adoptando una pose ceremoniosa- lo tenemos en las manos. Podemos alegar violencia intrafamiliar, infidelidad y eso sólo para empezar, seguro que después del divorcio nos quedamos con todo. Además si quiere ver a los niños... le va a costar.

- Pero Doctor –balbuceaba la cliente.

- No me interrumpa, además usted puede quedarse con la casa y para evitar ‘problemitas’ podemos evitar publicar los avisos de ley en los periódicos locales, así ningún hijito inesperado se aparece por ahí. Además yo sólo le voy a cobrar un 40% del monto total del negocio. –prosiguió Justo.

- Es que... yo no me quiero separar. –dijo Rocío, pronunciando estas líneas con una voz tan queda que parecía venir de la oficina contigua, ocultando su rostro de la mirada inquisidora del leguleyo.

Los ojos de Justo se irrigaron de sangre y parecían salirse de su cráneo, su rostro imberbe se encendió todo, desde el alargado mentón hasta el último rincón de sus orejas puntudas, pasando por la nariz de fríjol, lo único pequeño en su anatomía.

- Pero ¿Cómo así? -cuestionó encolerizado- ¿no quiere divorciarse? ¿Es que le gusta que le peguen? ¿Le gustan andar con cuernos? ¿Es que le gusta mantenerlo? ¿Es que usted es tonta?, No desaproveche la oportunidad que le dan las normas vigentes, puede quedarse con todo, incluso hasta con una buena renta. ¿Por qué? si todo esta claro, la justicia está de tu lado, los códigos son muy precisos en lo que dicen. ¿No ve que es un buen negocio? –concluyó Justo quedando a la espera de una respuesta.

Rocío un tanto aturdida por la retahíla de preguntas seguía sentada, agachada, a punto de llorar. Se tragó la primera lágrima, la gota rodó directo hasta sus labios y ese sabor salobre, tan familiar en su vida, le hizo recordar las humillaciones de siempre. No era eso lo que buscaba. Tomó aire, se puso de pie, miró por primera vez al abogado directamente a los ojos y con un vozarrón enorme, inconcebible para unos pulmoncitos alojados en un cuerpo de 150 centímetros de altura, contestó:

- ¡Porque él es el papá de mis hijos y por que lo amo! Dicho esto, salió disparada sin dar tiempo a las réplicas del ‘doctor’.

Ante esta respuesta tajante e inesperada Justo se sentó aburrido frente al escritorio, cerró sus libros y se cruzó de brazos sobre ellos a contemplar pensativo el vacío de su despacho, no sin antes aflojar del todo el nudo de su inútil corbata.